Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

miércoles, 27 de agosto de 2014

La gasolina más cara

Si bien en la frontera venezolana de cara al Brasil el combustible cuesta lo mismo que en el resto del país, llenar un tanque  en una de las dos estaciones de servicio local pasa por una larga espera de dos, de tres e incluso de más de cuatro horas. Fotografía: Morelia Morillo



Se acerca el final de la primera quincena de agosto y en Santa Elena de Uairén llenar el tanque de gasolina amerita al menos de cuatro horas y quince minutos, de tres horas y media, de dos horas y diez, difícilmente de menos.

Santa Elena es la última ciudad venezolana de cara al Brasil. Al otro lado de los hitos, en las bombas brasileras, un litro ronda los tres reales, Bs. 90 o más al cambio del día entre los trocadores que operan en las calles del sur profundo de Venezuela.

Santa Elena es la capital del municipio Gran Sabana, un espacio precariamente urbano rodeado de explanadas verdes salpicadas de bosques, inmensos y misteriosos tepuyes e infinidad de ríos de distintos colores y tamaños, un paraíso protegido por las leyes del país y del mundo, en donde, cada vez más, abundan los mineros de pala y de motor.

Sobre las diez de la mañana, la fila para ingresar a la Estación de Servicio PDV, ubicada sobre el cruce las avenidas Mariscal Sucre y Perimetral, comienza frente al Hotel Lucrecia, aproximadamente a 200 metros del punto de entrada.

En ese acceso, un efectivo militar exige la tarjeta de control de combustible que emite el Ejército mes a mes. De acuerdo con el terminal de la placa, un vehículo particular puede surtir tres veces por semana y los transportistas todos los días. Las motos son chequeadas de acuerdo con el  serial del motor y deben seguir el mismo sistema que los carros. Todos pueden ir a la bomba el domingo. Sin embargo, en cuatro horas y cuarto, la chica de la moto negra alcanzó el surtidor en al menos ocho oportunidades. Ponía el tanque full, salía rauda y veloz y regresaba directo a la isla de llenado, sin cambiar de casco, ni de lentes, ni su vistoso pantalón morado.

Son las 10:00 Am y, de pronto, la cola se deshace, cientos de conductores corren hacia la calle; un hombre corre con su casco y cuenta que se incendió una moto; incluso el heladero corre sin su carrito cargado barquillas, paletas y botellas de agua mineral.

La chispa se produjo en el momento en que el bombero retiró el pico del tanque de la motocicleta; una gota se precipitó hacia el metal ardiente y, en segundos, ese primer destello se transformó en una llamarada de cerca de tres metros.

“Se movieron rápido, sacaron dos extintores y apagaron el fuego”, contó otro de los vendedores ambulantes que obtienen partido del tiempo de espera.

Controlado el pánico, el militar acelera la firma de las tarjetas; regresan los conductores de los 50 carros formados en cuatro colas sobre el patio interior y los choferes de los 50 o más vehículos que se forman cual caracol en el espacio de tierra aledaño. Son al menos 100 los carros enfilados adentro más aquellos que esperan en la Perimetral, una vía angosta y sumamente transitada que conecta con el tramo de la Troncal 10 que lleva al Brasil. Y a estos se suman los que, por algún motivo, consiguen pasar directo hacia las filas internas o hacia los picos.

La ciudad cuenta con una Estación de Servicio Internacional, apostada a un costado de la línea limítrofe, para atender a los viajeros extranjeros y con dos gasolineras para los usuarios nacionales, ambas administradas por la Misión Ribas con el apoyo de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) y del Ejército Nacional Bolivariano (ENB).

A comienzos de septiembre 2013, se divulgó, por primera vez, la data del parque automotor que posee tarjetas de control de combustible en Gran Sabana, la ficha que entrega mes a mes el Escuadrón de Caballería Motorizado (5102 Escamoto) en el Fuerte Roraima. Se contabilizó a 2888 carros, una cantidad que un año más tarde podría ser mayor a juzgar por las colas y las caras nuevas en plantón. Aquí, en una localidad de alrededor de 25 mil habitantes,  muchos se conocen al menos de vista.

Aproximadamente 1544 vehículos pueden surtir gasolina diariamente, por estar asociados a alguna de las cooperativa de transporte y a esos 1544 pueden sumarse, tres veces por semana, la mitad de los 1235 carros de uso particular y de las 412 motos que, en teoría, sólo pueden surtir con un día de por medio.

Siendo así, 2162 carros requerirían gasolina un día cualquiera y la mitad de ellos se estaría formando en cola en cada una de las dos estaciones disponibles por día. Una razón numérica para esta larga espera.

Aquí se les llama “talibanes” a los revendedores de combustible, un bien que fuera de las estaciones de servicio de esta frontera cuesta de  20 a 30 bolívares, dependiendo de la demanda y de la disponibilidad del producto.

Antes, desde 2002 a 2010, el “talibaneo” se ejercía con vergüenza y de bajo perfil; ahora, se trata del oficio no formal más común y lucrativo de estos confines.

Un “talibán” es siempre “un padre de familia”, “un desempleado”, “un habitante de frontera con todo el derecho a vender su gasolina”, “la mayoría” o “casi todo el mundo”. Los hay desempleados, bachilleres sin cupo en la universidad, comerciantes, empresarios, profesionales, venezolanos, extranjeros, gente con toda una vida por acá y gente que llega para “talibanear”, conductores de carros viejos y nuevos, sobre todo de carros viejos, voraces consumidores de gasolina y de vehículos remolcados, motorizados, hombres y mujeres de la segunda y tercera edad, choferes discapacitados y choferes en pleno uso y disfrute de sus facultades.

Los más radicales llegan a las estaciones de servicio al alba. Ya en casa, extraen el combustible, a punta de chupadas y escupitajos y, de inmediato, lo venden por litros o lo acumulan en tambores (de 200 litros o menos) en espera de mejores precios o de alguien dispuesto a pagar al mayor como si lo hiciera al detal.

También hay talibanes que prefieren el sencillo: trabajar con garrafas de agua mineral de cinco litros y colocarlas entre los apurados en más o menos 100 a 150 bolívares.

En teoría, ningún vehículo brasilero puede avanzar sobre territorio venezolano antes de llenar su tanque en la Estación Internacional, la única existente en los 250 kilómetros que separan a Boa Vista, la capital del brasilero estado de Roraima, de la línea divisoria.  Pero cada vez son más los hombres, adolescentes y niños, de pantalones cortos o jeans  y camisetas que al ver un carro brasilero, de placas grises, sobre el asfalto venezolano, balancean su puño con el pulgar hacia abajo. “Japai, japai”, llaman en sustitución del pana, del chamo venezolano. E invitan al extranjero a sus casas.

“Más que todo es por necesidad porque aquí no hay trabajo y cualquier mujer que tenga un carro o una motico y tiene cuatro muchachos termina vendiendo combustible”, argumentó un vocero de Asocividec, una organización de defensa de los derechos humanos que hace vida en Gran Sabana, con respecto a las razones del llamado “talibaneo”, eso cuando autoridades y ciudadanos discutieron acerca de la cantidad de gente que engrosaba las colas y de los tiempos de espera en el día a día.

Ahora, son las dos y cuarto, llegué a las diez, pasaron cuatro horas y quince minutos desde el momento en que ingresé a la cola y el instante en que encendí mi carro y salí del surtidor. La chica de la moto, en cambio, entra, llena y sale en nueve minutos; se ausenta durante 16 a 19 minutos más y regresa rauda y veloz.


lunes, 4 de agosto de 2014

Scott: el señor de los antídotos

En la distante frontera venezolana de cara al Brasil,  al menos una persona es mordida semanalmente por una víbora de cascabel, por una mapanare, por una coral o por una inmensa y feroz cuaima piña; desde hace 30 años, Douglas Scott se ocupa de atender a los emponzoñados, de administrarles las dosis de sueros antiofídicos y de apoyarlos en su recuperación. Fotografía: Morelia Morillo


Douglas Scott, funcionario de Protección Civil Bolívar (PC-Bolívar), dice que está por jubilarse. El anillo de plata, inmenso, que lleva en su mano derecha recuerda que egresó de la Escuela Técnica de la Armada, como enfermero, en 1963. 51 años de servicio y él se acerca a los 70.

Sin embargo, acaba de subir a un Jeep prestado (es de un sobrino), ya hizo a un lado cualquier otro compromiso previamente adquirido y acelera hasta estacionar en el área de Emergencia del “Rosario Vera Zurita”, el último y único hospital en la Venezuela distante de cara al Brasil.

Va de prisa, aunque no es médico, apenas completó el tercero de bachillerato, lleva más de 30 años atendiendo las incidencias ofídicas en Gran Sabana, una  zona en donde , semanalmente, al menos una persona es mordida por una cascabel, una mapanare, una coral o una cuaima piña.

En Gran Sabana, la población avanza sobre los bosques, los morichales y las sabanas, con sus pueblos, sus minas, sus conucos y las serpientes arremeten en defensa de sus espacios.

En 2005, Scott contabilizó (pues también lleva las estadísticas)  un récord de 72 mordidas y una defunción. En 2012, se reportaron 58 mordeduras y dos fallecimientos: un niño y un adulto. Al cierre del mes de junio, durante los primeros seis meses de 2013, se registraron 32 casos y una muerte.

Scott los atiende a todos o casi todos. Sabe qué sueros debe recibir cada paciente, de acuerdo a la especie por la que fue inoculado y las dosis vinculadas al peso y edad de la de la persona. Aunque, sin excepciones, los médicos que llegan a la zona deben participar del Curso de Emergencias Ofídicas que él imparte, eventualmente, ingresa un médico sin experiencia o, simplemente, los pacientes y sus familiares se sienten más tranquilos ante la presencia serena y sonriente del hombre de escasos cabellos canosos, ataviado de gorra, chaleco de batalla y media docena de anillos de plata entre ambas manos.

Ahora, por ejemplo, Scott se apura porque en la hospitalización pediátrica lo espera un niño de cuatro. Fue mordido por una víbora en Wonkén. Lo trasladaron  hasta Santa Elena por aire. Salir de aquellos confines -por tierra- amerita de días de intensas caminatas. Pero allá también conocen a “Douglas”, así.

Hace poco, recibió a una adolescente de Kavanayén, comunidad pemón arekuna. Sufrió una mordida mortífera, pero la chica se salvó. Sus padres no hallaban de qué  manera agradecerle su intervención a Scott. “Me regalaron unos lentes, en un estuche bien bonito, un bastón de excursionismo, el ventilador que compraron para la muchacha y una bolsa de caramelos porque yo siempre ando dándole caramelos a todo el mundo” y también piropos, abrazos, apretones de mano, saludos cordiales y sonrisas.

Ahora, se le dan bien las terapias alternativas. No se limita a las dosis de antídotos, luego apoya a las víctimas en el proceso de recuperación, que es largo y doloroso; les aplica arcilla blanca, caolín de la Sabana, sobre el área afectada. Según él, la desinflamación es mucho más rápida.

Mientras visita a su paciente de cuatro, recibe una llamada desde Ikabarú, capital de la segunda parroquia del municipio, a 114 kilómetros de Santa Elena. “Me acaban de reportar la muerte de dos personas en la mina de la Suruca”. Uno tenía 36, el otro 23. Los dos fueron tapiados por el talud del corte en donde hurgaban en busca de oro y diamantes. La Guardia Nacional Bolivariana (GNB) se ocupará de los cadáveres. Scott de recibirlos y de las diligencias necesarias.

Es así. No sólo atiende a los inoculados por los colmillos filosos de las serpientes del sureste remoto de Venezuela, socorre por igual a los accidentados de las minas, de las carreteras, del Roraima; hoy lo llaman para que controle a un perro rabioso y mañana para que retire un enjambre de abejas extraviado e instalado en el patio de una casa de familia; bien pueden contactarlo para que se ocupe de una persona en medio de una crisis siquiátrica, pues en la zona no hay personal especializado o para que acompañe a una mujer que decidió dar a luz en casa y, por supuesto, sin un centímetro cúbico de anestesia.

En carne propia
Alguna vez, fue mordido por una terciopelo en su dedo pulgar. El veneno lo condenó a siete días de hospitalización en el Hospital “Ruiz y Páez” de Ciudad Bolívar y, de por vida, a un dedo extraño aunque funcional. Su nombre en las estadísticas. Cada año, entre 40 a 72 personas son mordidas en  Gran Sabana.

Muere uno con año de intermedio. En 2010, murió Luis Scott, su hermano dos años menor. Su gente, su sangre, sus afectos en las estadísticas.

Luis era carpintero, constructor, apicultor, artesano y un apasionado de las serpientes. Les salvaba la vida, aunque tuviera que pagar por ellas y, ya en cautiverio, les extraía el veneno.  Donaba las ponzoñas a las instituciones que elaboran los sueros antiofídicos.

En tres tiempos
La carrera de Douglas comenzó hace exactamente 52 años con un curso de Primeros Auxilios en el entonces Departamento Vargas. Un año después, en 1963, se enlistó en la Escuela Técnica de la Armada de Venezuela, en Catia La Mar y cursó Enfermería. Al finalizar esa primera fase de estudios, recibió el botón “Orden de Enfermería Clase B Armada” por haber conseguido el primer puesto y, casi de inmediato, abordó el patrullero de costa P-03 Alcatraz en donde durante dos años trabajó sin médico.

Del barco pasó al Hospital Militar Alberto Arvelo de Caracas. Ahí estuvo entre 1964 y 1974. “Ganaba 540 bolívares, recuerda, más 100 bolívares por guardias especiales”. Pasó 6 años en el Servicio de Siquiatría, un buen tiempo en Cardiología y el resto en los demás servicios.

Con María, su compañera de casi tres décadas y seis de sus 11 hijos se mudó a El Paují, una comunidad mixta –de indígenas y criollos, ecologistas y mineros- ubicada entre Santa Elena e Ikabarú.

Al llegar a El Paují, fundó el Puesto de Primeros Auxilios (1985), poco después el Grupo de Rescate (1988). Eran cargos ad honorem. El acuerdo era que cada familia debía dar un aporte mensual para quien se ocupaba de vacunarlos, de curarlos. Pero, como no siempre se le juntaba el dinero necesario, él iba a la mina. “Salía a buscar mi orito en los rabines, pero sin daño ecológico. Lo que hacía era ir con una pinza y una careta y buscar en las ollitas. Me daba para comer. El gramo estaba en ochenta bolívares”.

“Traje al mundo una gran cantidad de niños, doscientos o trescientos, atendí partos en agua, con agüita templadita para ayudar a la parturienta a relajarse y nunca se me murió  nadie”.

Pero, así como le tocó acompañar a esas madres durante el alumbramiento, también tuvo que levantar cuerpos sin vida. Jamás olvidará la caída de la avioneta en la viajaban la médico Xiomara Rivas y cuatro personas más. Sólo una muchacha sobrevivió, “a la que se le quemaron las piernas”

Luego fue asimilado como enfermero por la Alcaldía, fue presidente de la Asociación de Vecinos,  primer jefe Civil de El Paují y concejal parroquial.

A Santa Elena, la capital del municipio, llegó en busca de una mejor educación para sus hijos. 


Desde 2004 trabaja formalmente para PC Bolívar y durante tres años presidió el Instituto Municipal de Salud Pública, un cargo que en teoría lo postraría detrás de un escritorio, rodeado de reconocimientos colgados en las paredes, pero él jamás dejó de salir a la calle, de apagar fuegos. 
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