Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

martes, 28 de abril de 2015

Brisas de Dios


En los últimos 17 años, la población de la capital del municipio Gran Sabana se sextuplicó debido a la consolidación de al menos 17 invasiones. Fotografía: Morelia Morillo.
Termina abril, amenaza el período de lluvias. El fin de semana pasado llovió, después de meses de sequía y los nuevos colonos del extremo oriental de Santa Elena de Uairén, en la Gran Sabana, vieron el nivel del agua subir desde un metro y medio de profundidad a menos de un metro de distancia. En donde abren para sembrar un palo ven rellenarse de inmediato un aljibe.

En algunas parcelas, pisan y el suelo suena como un colchón anegado, en otras caminan evadiendo los surcos que socavó la corriente, en otras, las menos, andan sin problemas sobre terrenos casi casi secos o apenas húmedos.

Santa Elena, la capital del municipio Gran Sabana, es la última ciudad venezolana en el extremo sureste del país, a 15 kilómetros, 10 minutos, del norte del Brasil y al menos a 1350 kilómetros, de 16 a 20 horas, de Caracas.

Santa Elena es un pueblo mestizo -de no indígenas, de indígenas, de extranjeros, de mineros, de ecologistas- rodeada por las tierras de los pemón.

Gran Sabana es el territorio ancestral del pueblo indígena pemón, el paraíso en la tierra, un sinfín de ríos, cascadas, tepuis, morichales, valles y vistas infinitos. Pero aún el Estado venezolano no ha oficializado en dónde terminan los terrenos de los herederos originarios y en dónde comienza el pueblo de los criollos.

De los 38 000 kms² que conforman el municipio, 30 000 kms² constituyen el Parque Nacional Canaima, el sexto más grande del mundo, el mismo que fue declarado por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad. Pero en buena parte de la jurisdicción se practica la minería a pala, a motor, a pulmón; se quema, se tala, se deforesta, se descargan desechos, se invade.

A mediados de marzo de 2015, aproximadamente 250 familias ocuparon esta sabana, levantaron sus barracas de latón, de madera, de plástico negro y fundaron Canaán y Brisas de Dios, sobre los linderos de la comunidad pemón de Sampai, una zona de morichales y nacientes de agua. Eran días de verano.

Llegaron, se abrieron paso y comenzaron a quemar los rastrojos; sembraron el terreno de ranchos, dividieron la extensión en parcelas de15 por 30, de 12 por 20, de 12 por 15, pusieron letreros con los apellidos de las familias ocupantes y trazaron una serie de calles de nueve metros de ancho a las que quieren nombrar como Las flores, El manantial, El morichal, nada de términos como La lucha o con explícito contenido político como La Constituyente o Ezequiel Zamora, dos de las invasiones vecinas en donde ya se sustituyeron los ranchos por viviendas.

"Como ve, aquí no hay nada talado ni morichal tumbado, el objetivo es no entrar en conflicto con los indígenas"¨, explicó Zennén Ruiz, quien vive en Lomas de Akurimá, un urbanismo edificado a partir de una invasión al pie del pequeño tepui que constituye el límite norte de Santa Elena, pero está en Brisas de Dios por su hija de 22 quien ya tiene un hijo y sigue viviendo con sus padres.

Desde que se fundó Brisas de Dios, en las calles y en la radio, se dice que se trata de gente "de afuera¨, que no residía en la Gran Sabana, que "son un montón de malandros", que "ya están vendiendo las parcelas", que "un .¨pedacito de 15 por 30 cuesta 150 mil bolívares", que "las propias autoridades promueven las ocupaciones para sumar votos", que "en la Guardia Nacional dijeron que no disponían de efectivos suficientes para desalojarlos”. Se dice de todo.

"Eso es pura mentira, refuta Zennén, lo dicen para ganar apoyo con la comunidad indígena". Su hija creció en Santa Elena, Randy Ruiz, su hermano en Cristo  y su mujer llevan cinco años en el municipio y el vecino se vino definitivamente en diciembre, desde Ciudad Bolívar, para estar cerca de la familia.

Zennén y el vecino son constructores, Randy es taxista; en la comunidad hay vendedores de empanadas, heladeros, feligreses de cuatro iglesias evangélicas distintas, católicos, mineros que pasaron toda una vida metidos en un corte, de fracaso en fracaso y siete indígenas, que emigraron desde sus comunidades de origen o decidieron apartarse de las estrictas normas de sus familias.

Pero admite: "Yo no los he visto, pero si hay armamentos, yo no los he visto, pero si hay delincuencia. Hay cosas que escapan de nuestras manos".

En todo caso, “en donde abunda la desgracia, así también la palabra de Dios”.

“No se está invadiendo para acaparar, es por una necesidad”, aclara con respecto a otra de las bolas que corren por ahí.

A Randy, por ejemplo, nadie aceptaba alquilarle porque tiene cinco hijos, el más pequeño de apenas cinco meses.  Por cuotas, pagó por un terreno 100 mil bolívares. Cuando canceló el total, le subieron el precio a 200 mil. Recuperó el dinero de cinco en cinco de 10 en 10. Terminó viviendo en una habitación de cuatro por cuatro en casa de una de sus hermanas de la iglesia. Otros vecinos vivían en hoteles en donde pagaban por día.

“La gente cae en este tipo de lugares porque es muy difícil alquilar”, argumenta Ana María Sánchez, una mujer que cuida del rancho de su hija, hecho de dos láminas de zinc a manera de carpa, mientras que la muchacha y el marido salen a buscar a sus niños que están en la escuela, a trabajar, a hacer la compra.

Mas Zennén se asombra de que aquella barraca de dos por dos, la de paredes de latón azul, sobre una parcela de 12 x 12, haya sido vendida en 150 mil.

“El alcalde se ha reunido con los capitanes indígenas, pero con nosotros no se ha reunidos. Sólo nos visitó un capitán del Ejército (…) A nosotros nadie nos organizó, nosotros mismos nos organizamos”, dice Zennén.

“Yo, como invasor, no estoy de acuerdo (con las invasiones) porque es algo que se hace como a la fuerza. Pero hay una excusa primordial que es la vivienda”, reflexiona Zennén a pesar de su condición.



lunes, 13 de abril de 2015

A Yunek en bicicleta

Yunek es una comunidad indígena pemón, amurallada por los tepui de la cordillera central, en el corazón del Parque Nacional Canaima. Se trata de un sitio tan recóndito que ni siquiera la mayoría de los nativos conoce. Para llegar allá hay que cruzar, navegando, media docenas de ríos de mediano y gran caudal, lo que impide realizar la travesía por tierra. Por eso, el acceso suele ser aéreo, caminando o como en este caso, en bicicleta. Fotografía de Gabriel Torres, intervenida por Tewarhi Scott



A Yunek se puede llegar por aire, pero el pasaje de ida o de vuelta cuesta 10 mil bolívares o más. La avioneta, que sale desde Santa Elena de Uairen, si hay pasajeros, no se mueve por menos de 50 mil.

Yunek es una comunidad indígena pemón, amurallada por media docena de tepui, en el centro del Parque Nacional Canaima, en un sitio tan recóndito que ni siquiera la mayoría de los nativos conoce.

Ricardo Capriles, Gabriel Torres,  y Tewarhi Scott hicieron el recorrido en bicicleta. Tres días para ir y dos días más para regresar. Se propusieron conocer la ruta y llevar turistas, pocos, sin excesos, sin basura, con conciencia. Pero hacerlo en carro resulta prácticamente imposible por los ríos que hay que cruzar.

Este es el relato de viaje de Tewarhi Scott, un no indígena nativo de Peraitepui, a 40 kilómetros de Santa Elena, quien al dejar atrás los territorios a donde llegan las carreteras de tierra se dio cuenta de que apenas conocía la Sabana que lo vio nacer. “Ante Yunek, Roraima palidece, palidece”, repite.

La noche anterior distribuyeron sus equipajes: comida, utensilios de cocina, primeros auxilios, una cámara, hamacas, sacos de dormir y una o dos mudas de ropa por cada uno de ellos.

Día 1
Corría el último lunes de enero. Subieron las bicis, los morrales y los paquetes a la parrilla sobre el techo del rústico que contrataron y comenzaron la travesía.

Para ir a Apoipó se toma la carretera que conecta la Troncal 10 con las comunidades sobre el eje que lleva a El Paují e Ikabarú. El asfalto termina en Akurita, a no más 30 kilómetros de Santa Elena, la capital del municipio Gran Sabana en el sureste profundo de Venezuela.

Desde Akurita restan poco menos de hora y media de grietas, peñascos, grava roja, polvo indomable en verano y a un lado y al otro la selva, eventualmente transgredida por una mina o un saque de granza, un ejército de árboles siempre al acecho como tratando de emboscar a aquella vía tan ajena.

No todos los choferes van a Apoipó, el camino es malo y la pendiente que sube y baja antes de llegar a la comunidad es aún peor -pronunciada, escabrosa, arcillosa, resbaladiza apenas se moja- pero William los llevó sin retrasos hasta el puerto sobre el Kukenán.

Apoipó es una comunidad indígena ubicada muy cerca de la desembocadura del río Surukún sobre el Kukenán. Hasta hace poco más o poco menos de una década y media, los de Apoió se dedicaban al conuco, a la caza, a la pesca, pero luego comenzó a crecer la mina, a escasos kilómetros del pueblo.

La mayoría de sus 980 habitantes son adventistas, todos deben cumplir con estrictas normas de comportamiento y, por supuesto, guardar el sábado desde que sale el sol hasta su ocaso.

Ese día de enero, el boquete sobre la sabana alcanzaba un espacio de al menos cuatro kilómetros. Nada de capa vegetal, sólo arena y aguas estancadas. Al menos nueve equipos mineros disparaban sus chorros contra el suelo en donde se esconden el oro y el diamante.

Un kilómetro y medio más allá de la mina consiguieron el puerto sobre el Kukenán, cruzaron navegando unos minutos río arriba y desembarcaron.

Rodaron cerca de 30 kilómetros, a ratos bajaban y a ratos comenzaban a subir. Les llegó la noche. “Cuñao, cuñao”, gritaron desde la orilla del río con cuyas aguas lodosas volvieron a toparse. Los pemón suelen llamarse entre ellos “yesé” es decir cuñado. En la margen opuesta, brillaban las bombillas de Pampatá Merú y sonaba el run run de las plantas eléctricas.

A pesar del ruido, los escucharon, los cruzaron en kuriara y con linternas. Al descender, ya estaban en Pampatá Merú, una comunidad indígena compuesta por 420 personas, ubicada muy cerca del sitio en donde el Kukenán se une al Aponwao. Alguien les alquiló su cocina y allí cocinaron, devoraron la cena más deliciosa del mundo, colgaron las hamacas y cayeron rendidos.

Día 2
“Ese, el de Pampatá Merú, es el amanecer más bonito que he visto.”, recuerda Tewarhi. De acuerdo con la fotografía de aquel instante, la palabra para describirlo tiene que ser sublime, nada de dramatismos, un arco naranja sobre el horizonte y una franja agua marina sobre el resto del cielo.

Al día siguiente, se dieron cuenta de que el fogón estaba armado sobre varias turbinas mineras. Algunos lugareños trabajan en balsas, empleando el llamado método ecológico, pues sólo remueven el lecho del río, no tocan la sabana y las corrientes se encargan de regresar el material a su lugar.

Se deslumbraron ante el amanecer, desayunaron y nuevamente echaron a andar una pica trazada sobre un terreno que parecía de material ferroso. Lo llamaron el bosque de hierro. 

Se toparon con tres carros que hace tiempo llegaron a estos predios y con varias motos chinas pilotadas por hombres pemón. Alguna vez, esos carros debieron cruzar los ríos sobre chalanas hechas de tambores.

En estos confines, el litro de gasolina cuesta entre 350 a 500 bolívares, mientras más lejos más sube el precio del combustible y lo mismo sucede con los cruces de río, con la farinha, con el casabe, con el pescado, con los cigarrillos, con los refrescos y con todo lo demás.

A dos kilómetros de la comunidad, cruzaron el Caroní, producto de la unión reciente del Kukenán, que se desborda a través de un rápido y el Aponwao, que lo recibe en su lecho ancho y apacible.

La corriente separa a las zonas no protegidas de las áreas resguardadas por las leyes. Del otro lado del cauce, los tres comenzaron a pedalear sobre las sabanas del Parque Nacional Canaima, un espacio declarado por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad.

Cuando el sol se colocó en vertical sobre sus cabezas, los ciclistas se toparon con el Da Merú, un salto que parece un velo, un tul tejido por miles de diminutos hilos de agua y abajo una poza extraordinaria.

Esa tarde, llegaron al paso del Wonkén, el río cuyas aguas dan también electricidad a la comunidad en donde se encuentra una de las misiones católicas más antiguas de la Gran Sabana (1957).

Afortunadamente, lograron cruzar junto a las bicicletas caminando sobre las piedras. En pemón won es el nombre de una especie de alga, una pelusa vegetal picante y ken es el vocablo alusivo a la confluencia de dos ríos. Wonken significa confluencia de los ríos en donde hay pelusas picantes.

Eran como las cinco, las mujeres del pueblo estaban lavando, les advertían que podían caerse y se reían.

Esa noche durmieron en Wonkén, les prestaron el local (de media pared) en donde la comunidad hace sus asambleas y cocinaron en la casa de una de las maestras, se deleitaron con el menú, colgaron sus hamacas y cayeron hasta el día siguiente.

Día 3
Despertaron con vista al Apaurai, un tepui  conocido como la urna, un féretro descomunal que a esa hora comenzaba a mostrarse de entre las nubes.

Gabriel agradeció a los niños de Wonkén con un acto de malabares. Lo observaron boqui abiertos.

A eso de las 6:00 AM. sonó una campana y buena parte de la comunidad, en total en Wonkén habitan 1200 personas, se dirigió al templo, una especie de churuata de techo octogonal, hecha de piedra blanca, con ventanas y puertas de madera. Cerraron herméticamente.

Estas jornadas de oración se repiten varias veces al día, en cada oportunidad, de varias horas de duración, rezan, cantan y danzan. Todos están convocados, pero quien entra no puede salir hasta que la reunión se dé por culminada.
Después de desayuno, a eso de las nueve, reiniciaron el recorrido rumbo al noroeste, hacia Wonkén viejo. Se internaron en la sabana por una pendiente de arena blanca. Atrás quedó el Apaurai.

Wonkén viejo, que ya existía antes de la llegada de los misioneros, es una comunidad, aparentemente deshabitada, de al menos 10 casas dispersas. A lo lejos avistaban el Adankasimá, el Upuima y el Akopán, un enorme cerro en donde los pemón ubican la leyenda de Amuchimá, el águila comedora de hombres.

Al pasar Wonkén viejo, se toparon con el río Karuai. Llamaron nuevamente. Cuñao, cuñao. Los cruzaron en dos kuriaras, embarcaciones hechas de un solo tronco movidas a remo, una pequeña pilotada por un niño y otra apenas más grande conducida por un hombre adulto.

Entonces, después del Karuai, se internaron en una Gran Sabana diferente, absolutamente prístina, desolada. Al menos a Tewarhi no le costaba esfuerzo imaginarse al Amuchimá viniendo por ellos.

El Adankasimá, el Upuima y el Akopán se veían cada vez más cerca; en Kamadaken, creyeron que ellos eran los médicos, que habían anunciado su visita y les decían “medicina, medicina”. Cruzaron el río nuevamente en kuriara y entonces se encontraron en un valle poblado de bromelias tubulares, orquídeas y arbustos de hojas grises y al fondo la cara sur del Akopán y su cima de enormes piedras sobre puestas, aparentemente inexplorable.

El humo de las cacerías les sirvió de referencia. Llegaron a Yunek con el atardecer, que en la Sabana se da como a las cuatro y media de la tarde, el cielo estaba despejado.

Se presentaron a la comunidad. Les ofrecieron la escuela para que se quedaran. Los niños ven pocas clases por allá. No tienen muchos materiales.

En Yunnek, entre la comunidad en sí y los alrededores habitan 120 personas. Sus casas están hechas de bahareque o tabla con techos de paja o metal. Viven de la agricultura tradicional, la caza, la pesca y la recolección de gusanos, bachacos, grillos y frutos silvestres.

Tewarhi cuenta que tienen un templo sencillo con mensajes alusivos a la condición femenina de dios, a la mujer como fuente de vida, a la mujer como ser intocable.

Sólo dos motos chinas y un par de plantas de dos tiempos perturban de vez en cuando el silencio.

En pemón Yunek es un adjetivo que sirve para describir algo tan picante como el aji.

Antes de los ciclistas, una pareja de norteamericanos llegó a Yunek por aire para escalar el Akopán. Lo escalaron dos veces. Por la ruta que escogieron, tardaron de la base a la cima 14 días y alrededor de la mitad del tiempo para descender.
Yunek es cada vez más conocido entre los aventureros de Europa y Estados Unidos. Desde el tepui que da nombre a la comunidad cae el salto más alto de Venezuela, aunque casi nadie lo conozca. Tiene 1012 metros de altura. El Salto Ángel tiene 976 metros.



martes, 7 de abril de 2015

Semana Santa en tiempos de crisis

En el corazón del Sector Oriental del Parque Nacional Canaima, una mujer de Santa Elena de Uairén, la capital municipal, ofreció a los viajeros productos en extinción: café, Harina Pan, harina de trigo y Leche en Polvo Completa, el rubro más solicitado de la temporada, en Bs. 1500 el kilo.Fotografia: Morelia Morillo.

En esta temporada, la de Semana Santa de 2015, llegaron pocos turistas y muchos vendedores de suvenires y otras mercancías.

El Ministerio del Poder Popular para el Turismo indicó que el movimiento de personas con fines vacacionales se incrementó en al menos 27%, pero, a simple vista, pareciera que a Gran Sabana llegaron menos que en las 10 temporadas similares de la última década. Tal vez, prefirieron otros destinos nacionales.

Al parador de Jaspe, uno de los más concurridos de la Gran Sabana, llegó un buhonero ofreciendo Miel de El Paují en Bs. 600 el litro y un cilindro de Casabe Gourmet, impregnado con aceite de oliva y finas hierbas, en Bs. 300.

Los productores apícolas de El Paují, una comunidad mixta ubicada en la Parroquia Ikabarú de este municipio fronterizo, venden el litro de miel, probablemente la más pura y sana del país, sobre los Bs. 1000 y en el Mercado Municipal los hacedores de casabe ofertan la torta del pan pemon en Bs.300.

En Jaspe y otros paradores los hombres indígenas alquilaron sus flechas, arcos y cerbatanas para que los foráneos practicaran el tiro al blanco y las mujeres ofrecieron sus trajes típicos, los que apenas usan para bailar, para que las visitantes posaran ante la cámara bañadas por las fibras de la palma moriche.

El mercado local, tan apegado  a lo artesanal, también respondió a los mandatos del desabastecimiento de productos básicos que sufre el país.

En el corazón del Sector Oriental del Parque Nacional Canaima, una mujer de Santa Elena de Uairén, la capital municipal, ofreció a los viajeros productos en extinción: café, Harina Pan, harina de trigo y Leche en Polvo Completa, el rubro más solicitado de la temporada, en Bs. 1500 el kilo.





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