Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

lunes, 9 de noviembre de 2015

Por treinta gramas de oro

En las comunidades de acceso aéreo de abren cada vez más minas. A cambio del oro que los indígenas pemón reclaman como recurso de sobrevivencia, la naturaleza paga con selvas milenarias y aguas cristalinas.Fotografía: http://www.adamsamigos.net/




El día era soleado con nubes dispersas y altas sobre el azul infinito. Desde el aire, JG se emocionó ante tanta selva. Respiró profundísimo y exhaló largo. Abajo, descubrió a la comunidad, dos hileras de casas techadas en zinc con paredes de madera; al centro, la avioneta caía sobre la pista hecha de granzón rojo. Después de media hora de vuelo, JG aterrizó en San José de Awarauka el seis de mayo de 2015.

JG ama la naturaleza. Lo emociona. Lo conmueve. Pero a su mamá, quien fue a la mina como cocinera, le fue bien. Después de un mes de trabajo duro, ella regresó son 50 gramas de oro. Por aquellos días, el equivalente a 350 000 bolívares. Se compró una lavadora híper automática. Hizo un buen mercado. Arregló su casa en Santa Elena de Uairén, la capital del municipio Gran Sabana en el extremo sureste de Venezuela y entonces, él decidió dejar de cargar gaveras de refresco, de llevar y traer víveres y enseres hacia y desde Roraima, de limpiar patios.

El pasaje de ida a Awarauka le costó 16 000 bolívares, sin derecho a retorno. Con 2000 bolívares en su haber, JG bajó de la avioneta con un morral con su ropa, su máquina de afeitar eléctrica, su hamaca, su mosquitero, un preventivo contra el paludismo y la firme de determinación de salir en un año con al menos 500 gramas de oro. A la fecha, la grama de oro en la zona es pagada en 18 000 bolívares. Su meta era hacerse con al menos 9 millones y montar un negocio en sociedad con su mejor amigo, hacer su casa, comprar un carro.

Awarauka es una comunidad indígena pemón de no más de 200 personas; está ubicada a un lado del río Caroní, en lo que se conoce como la cuenca media de ese gigante largo, caudaloso e inquieto. Tras pasar por Awarauka y por docenas de comunidades indígenas más, esas aguas generan la electricidad de la cual se sirven más de la mitad de los venezolanos y buena parte de los habitantes del estado de Roraima, en el nordeste brasilero.

Junto con su cédula de identidad, JG lleva la carta de residencia firmada por el capitán de Manak Kru, la comunidad indígena más cercana a Santa Elena. En Awarauka sólo pueden trabajar la mina los indígenas pemón.

Antes, nadie trabajaba la mina en la zona o trabajaban pocos y, con frecuencia, las ganancias se las llevaba algún brasilero, um garimpeiro. Así fue hasta febrero de 2013. Entonces, ante las operaciones militares para controlar la minería, los de Uriman, la comunidad central del sector, secuestraron a un grupo de uniformados.

Días después, los liberaron. Los soltaron a cambio de que el Gobierno abandonara las intervenciones armadas, dejara de nombrar esos operativos con nombres indígenas como arekuna y les permitiera continuar trabajando la mina en toda la extensión del municipio Gran Sabana que está fuera del flanco oriental del Parque Nacional Canaima. Se comprometieron a permanecer lejos de los ríos, sin maquinarias y a reforestar después de deforestar.

A simple vista, nadie se percata de que por las venas de JG corre sangre indígena. Su cabello es ondulado. Su piel muy oscura. "Y este ¿Quién es?" Le preguntan quienes lo ven por primera vez. "Yo también soy indio", dice. "Habla pemón", lo increpan. "Yo no sé hablar pemón, pero mi mamá es indígena", aclara.

"Aquí estoy y tengo que hacer esto", piensa al plantarse sobre la pista de aterrizaje. Las gomas de sus botines, los mismos que usaba para ir al Roraima, se tiñen del rojo granzón. Camina. Busca al hombre con quien trabajó su mamá. "Soy el hijo de tal y vengo a trabajar". El  patrón le ordena mover las cajas dentro del local y lo llama a almorzar. Así fue el primero de los 156 días por venir.

Al día siguiente, Auremé, la mina, es un hoyo lodoso de 10 metros de profundidad y al menos una hectárea de extensión, bordeado por árboles de copas a más de 15 metros de altura.

La jornada comienza tan pronto como despunta el sol. Las primeras en levantarse son la cocinera y su ayudante. Ellas duermen en una pequeña casa independiente. La casa y el campamento están igualmente hechos con una estructura de palos cubierta de lona.

Poco después, se levantan los cinco o seis empleados.  A las cinco y media, más o menos, los llaman a desayunar. Dependiendo de lo que haya en la despensa, les sirven panquecas, domplines, panes, arepas, jamón, queso, huevos. Fororo. Toddy. Café con leche. Los domplines son un tipo de torrejas que se comen mucho en las minas de Guayana.

Con una bomba, JG achica el agua empozada y luego se afana en arrojar bien lejos las raíces, las piedras, los trozos de madera "para que no pasen por la máquina".  Mientras tanto, uno de sus compañeros, uno de los de más experiencia, taladra, con una pistola BM de tres cilindros, el terraplén.

A mediodía, almuerzan pollo, pescado, carne, arroz, ensalada. Los obreros descansan unos minutos y poco después vuelven al hueco. Durante días, cavan en un mismo sitio, hasta toparse con la "pizarra", la laja; por experiencia, saben que a partir de allí no hay más nada que buscar, "comienza a manar agua por demás". Las cuadrillas rellenan cada uno de los huecos, pero, según JG, no reforestan. Esperan que la naturaleza haga su trabajo en dos, cinco, 10 años.

Sobre las cuatro y media, los obreros paran para bañarse en uno de los riachuelos cuyas aguas aún siguen siendo limpias. El menú de la noche es parecido al del mediodía. "Allá hay de todo", dice JG. Y después, cada quien a su hamaca, bajo su mosquitero. De los cinco o seis obreros de Auremé, todos, menos JG, sufrieron paludismo en los últimos cinco meses. JG le atribuye su buena salud al antipalúdico que tomó sin falta una vez a la semana.

En Awarauka, de acuerdo a las normas de convivencia de la comunidad, está prohibido el consumo de kachirí, la bebida tradicional de los pemón, de cigarrillos, de alcohol y otras drogas, las fiestas, la prostitución e incluso "hembrear", algo así como flirtear para los guayaneses. Del cumplimiento de las normas se encarga la cuadrilla de seguridad que viste de uniforme camuflado.  Quienes infringen la ley deben rastrillar la comunidad, limpiar la pista de aterrizaje a machete, "cortar una mata de mango con raíz y todo".

En su día libre, JG afeita a sus compañeros con su máquina eléctrica, cobra 2000, 3000, 5000 bolívares dependiendo de las posibilidades del cliente; se interna en la selva y con su celular graba el canto afinado de un coro de pájaros al cual no siempre logra ver; sale a caminar, mira al cielo alertado por la algarabía y se encuentra con una bandada de guacamayas; navega junto a sus nuevos amigos dos o tres horas a bordo de una kuriara y se topa con una manada de 50 báquiros cruzando a nado los 200 o 300 metros del Caroní.

Al cerrar el mes, el propietario de la máquina resume, es decir retira el material, el oro, ya separado, desde dentro de la máquina y paga con oro a cada uno de sus empleados. En promedio, cada uno recibe 10 gramas de oro, pero de esa cantidad se le descuentan sus gastos personales, sus compras en la bodega de la mina.

"Más que todo se me fue la plata comprando refrescos y chupetas. Todos los meses compraba de 100 a 150 palos en chucherías, un caramelo cuesta 100 bolos, una chupeta 200. Una empanada 1000. Un refresco de dos litros 3000. Pagaba de dos a tres gramas de oro al mes".

El 13 de octubre, JG pagó 40 mil bolívares por un puesto en la avioneta; salió con 30 gramas de oro. No aguantó el año en Auremé. "Ya no aguantaba, es muy arrecho, me hacía falta mi Santa Elena".


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