martes, 14 de marzo de 2023

Santa Elena de Uairén: Ciudad Gandola

Aún en pandemia, y con la frontera cerrada, cientos de gandolas llegan diariamente desde Brasil a la Aduana Ecológica de Santa Elena de Uairén para traspasar su mercancía a vehículos pesados con placas venezolanas. Ante la anarquía y la imposición de su enorme presencia, en dos años, Santa Elena quedó parcialmente sin pavimento. Mientras, para los transeúntes que intentan cruzar cualquiera de las vías principales de la ciudad es toda una proeza ante las cientos de gandolas con o sin remolque (estas últimas a toda velocidad), que asechan a los ciudadanos de a pie entre una nube de polvo rojo. ¿Qué pasa en la única y última urbe venezolana en el extremo sureste del estado Bolívar? Este texto fue publicado por la Gran Aldea en septiembre de 2021. Fotografía: Morelia Morillo.

En lugar de ir sentado, y asegurado, de circular por aceras dotadas de rampas y de cruzar calles asfaltadas sobre el rayado peatonal, el hombre empuja su silla de ruedas por el centro de la calzada frecuentemente desprovista de asfaltado. “Quítate esa vaina”, ordena refiriéndose al tapaboca y no queda de otra: el polvo es tanto que, con la mascarilla y ya cerca del mediodía, resulta imposible respirar. “Ah, eres tú. Me dieron dos ACV y un infarto. Pero aquí estoy. No caminaba, ya estoy caminando”, explica.

Él es un vecino de la ciudad, se desempeñaba como taxista; en 2018, el suyo era uno de los 1.134 carros que funcionaba como taxi de manera formal y, como cualquiera de sus colegas, el hombre era un apasionado y espontáneo analista de la situación del país, pero jamás se imaginó víctima; luego, a partir de 2019, ante la falta casi absoluta de la gasolina venezolana en esta frontera y la obligación de trabajar con combustible brasileño a un costo entre 1,4 a 4 dólares por litro, comenzó a vender tortas caseras en la calle; después, sufrió dos accidentes cerebrovasculares (ACV) y un infarto, y ahora (aún con secuelas motoras), continúa con sus pasteles. Como no puede caminar con la tortera entre las manos, la lleva sobre la silla de ruedas que utiliza como andadera para sostenerse. Al llegar al sitio en donde para, levanta la tortera, toma asiento, la coloca sobre sus piernas y empieza la jornada.

“La extracción de oro y la importación, venta y transporte de alimentos brasileños concentran la actividad productiva de la zona”

Esta ciudad, parcialmente sin pavimento, es Santa Elena de Uairén, la única y última urbe venezolana en el extremo sureste del estado Bolívar, a 1.260 kilómetros de Caracas y 15 de Pacaraima, municipio brasileño al otro lado de los hitos.

Santa Elena fue un refugio de vida alternativa, un lugar en donde cientos de citadinos -como el hombre- se resguardaron del ajetreo y la violencia de sus ciudades de origen; un modesto centro de servicios, aislado a un costado de la Gran Sabana, uno de los destinos de mayor atractivo etnoturístico del país. Wektá, la tierra de los tepuy, el territorio ancestral del pueblo Pemón, una región de belleza indescriptible.

La Gran Sabana es tan hermosa que Santa Elena siempre deslució, polvorienta, pero jamás como ahora; una población pequeña, funcional, con servicios básicos acordes y cosmopolita, un pueblito remoto en donde coincidían indígenas, criollos y extranjeros y en donde se vivía del turismo, del comercio, del transporte y de una moderada actividad minera.

“Ahora, ya no hay turistas, ni comercios diversos, son contados los locales en donde el polvo recubre la línea blanca, la marrón, la tecnología, la lencería”

El aire está cargado, “¿Y esto qué es?, ¿ciudad Gandola?”, pregunta una chica de 17 años al intentar cruzar la calle Roscio, una de las vías principales del centro.

Un vehículo ancho y largo retrocede y un Camión 750 avanza en sentido contrario al flechado, agitando el granzón rojo, el relleno con el cual las cuadrillas de la Alcaldía, o las espontáneamente conformadas por grupos de hombres que se juntan y trabajan a cambio de la contribución de los conductores, rellenan los baches que va dejando la ausencia del asfalto. Mientras avanza, la alarma de retroceso de la gandola pita y los faros traseros titilan. Pero apenas son visibles en medio de la polvareda; la Perimetral, la Lucas Fernández Peña y la vía La Laguna se encuentran igual, sin pavimento. En el resto de las calles del casco central hay grietas y huecos. El deterioro ya está andando. Durante los días de sequía el polvo lo cubre todo. Los comerciantes de la ciudad fronteriza que fuera mercadeada durante la primera década del XXI (cuánta presunción) como “El Puerto Libre de Santa Elena de Uairén”, “La Puerta de entrada al Mercosur (Mercado Común del Sur)”, aplacan la tolvanera a manguera.

Lo de ir en contra sentido se ha hecho costumbre. “Esto es Venezuela, aquí todo el mundo hace lo que le da la gana”, dice un Guardia Nacional jubilado que llegó a la frontera en los ‘80, se casó y se quedó. Confiesa que inicialmente se quejaba de los carros yendo en una y otra dirección, pero que -ahora- él también lo hace, que circula a su conveniencia. Se adaptó. Sobrevive. La anarquía es tal que es válido incluso circular en contrasentido y en retroceso.

Hacia 2011, 2012, pero sobre todo a partir de 2013, la economía local se concentró en la comercialización de gasolina venezolana. En las dos estaciones de servicio el combustible se compraba en una micro fracción de dólar; y en las calles los choferes brasileños y los mineros, que ya comenzaban a proliferar, la pagaban en un real, el equivalente a un cuarto de dólar y hasta en más. Motivada por el negocio -hacia 2018- la población de la ciudad se multiplicó por cuatro, superando los 42 mil habitantes. 20 años atrás eran 10.300 personas. De ese acelerado crecimiento y de las dinámicas que se generaron en torno al comercio doméstico de gasolina trata Fronteira Inflamável (UFRR, 2019)* (Frontera Inflamable). La mayoría de los que llegaron ocuparon los linderos de Santa Elena sobre el territorio de la comunidad indígena Pemón. Los últimos en llegar ni siquiera se asentaron. Vivían en sus carros mientras hacían cola para llegar al surtidor luego de 17 horas de espera, en promedio.

“Un vehículo ancho y largo retrocede y un Camión 750 avanza en sentido contrario al flechado, agitando el granzón rojo, el relleno con el cual las cuadrillas de la Alcaldía (…) rellenan los baches que va dejando la ausencia del asfalto”

Todo eso pasó. Ahora, ya no hay turistas, ni comercios diversos, son contados los locales en donde el polvo recubre la línea blanca, la marrón, la tecnología, la lencería; ni siquiera hay “talibanes”, los revendedores de gasolina barata venezolana, llamados así desde que comenzaron a ser parte del paisaje, coincidiendo con el ingreso de EE.UU. a Afganistán.

La extracción de oro y la importación, venta y transporte de alimentos brasileños concentran la actividad productiva de la zona. El ingreso masivo de alimentos se inició a finales de 2018. Aún en pandemia, y con la frontera cerrada, cientos de gandolas llegan diariamente desde Brasil a la Aduana Ecológica de Santa Elena de Uairén para traspasar su mercancía a vehículos pesados con placas venezolanas. Mientras esperan, las gandolas venezolanas se estacionan a conveniencia, a veces en los terrenos abiertos para ese fin, cuando no en la calle, incluso contra la rabia de los vecinos; sus conductores y caleteros, tendidos donde sea: debajo de los remolques, en las salientes de algunos almacenes. Con suerte, una docena de hombres comparte la renta de alguna habitación con baño. Así, en dos años, Santa Elena de Uairén quedó parcialmente sin pavimento. De poco han servido las ordenanzas municipales.

“Familias enteras, con la vida a cuestas en un morral escolar tricolor, procurando salir del país por la trocha, la vía alternativa, hacia Brasil”

Casi al mediodía, aun en sequía, a pleno sol, 39°C y ahogado en una nube de polvo rojo, el hombre avanza sosteniéndose sobre su silla de ruedas y la torta del día sobre el cojín. La tortera es una capsula infranqueable. De pronto, un vehículo retrocede y el hombre agita sus brazos y grita; se hace a un lado, el conductor continúa en retroceso y riñe; se queja de que no avistó al hombre por el retrovisor.

Luego de los gritos y los insultos del momento, el hombre sigue su camino contrariado. Debe recobrar el control. A cualquier hora, cruzar la Perimetral, a la altura de la Principal de Cielo Azul, exige un nivel de concentración máximo. Ese cruce es el ojo del huracán en el cual se ha convertido esta ciudad fronteriza: las gandolas con o sin remolque (estas últimas a toda velocidad); las Toyota hasta el tope de mercancía, con hombres y mujeres sobre los sacos rumbo a las minas; los caleteros esperando una oportunidad; las familias enteras, con la vida a cuestas en un morral escolar tricolor, procurando salir del país por la trocha, la vía alternativa, hacia Brasil; los cigarreros que venden por unidad, por caja o por brazo; los vendedores de aceite automotor; las prostitutas a toda hora exageradamente maquilladas; a veces, el vendedor de plátanos o el de naranjas; el motorizado y dos o tres pasajeros; los motorizados que prefieren parar y ofrecer el combustible que llevan en el tanque; los ciclistas; los vendedores de leña recién extraída del bosque y, al caer la noche, el vendedor de gasolina que ilumina con su celular la botella de dos litros, para hacerla visible en la oscuridad. “A esta hora son 20 reales”, es decir 4 dólares, 2 por litro, explica a quienes se interesan por el combustible.

De ida y de vuelta por “Ciudad Gandola”, el lugar en el que se convirtió Santa Elena, el hombre lo supera todo, el polvo y el lodo cuando la sequía cede el paso a la lluvia.

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