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Este texto fue publicado por Armando Info en febrero 2024. Para continuar leyendo siga el link
Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.
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En la distante frontera de Venezuela hacia el Brasil, en la Gran Sabana, la educación de la primera infancia surge como el prisma desde el cual mirar la crisis venezolana. La dinámica económica de esta región amazónica, devenida en zona minera, impone particulares desafíos.
Los maestros, madres y padres mantienen los preescolares abiertos y funcionando con sus contribuciones, dentro de una economía en donde todo se paga en reales brasileños o en oro. Eso equivale a sobrevivir con lo puesto en un tepuy, un cerro de cumbre plana, frío, húmedo y con poco abrigo ¿Y los niños? Ellos son el receptáculo de esa “gotita de amor”, de ese esfuerzo compartido, pero también del estrés y desaliento de sus cuidadores que una y otra vez deben vencer la adversidad.
Cuando esos vínculos son poco seguros, dicen los especialistas, pueden afectar el desarrollo infantil, incluso la arquitectura cerebral.
Este texto es el resultado de mi participación en el programa Primera Infancia del Dart Center. Fue publicado por Runrunes. Para leer el texto sigue el link
La mayoría de los estudiantes son venezolanos, residentes de la ciudad de Santa Elena de Uairén, localizada a 15 kilómetros, que cruzan diariamente la frontera como migrantes venezolanos asentados en Pacaraima. Entre 2021 y 2022, se produjeron al menos cinco ataques con armas blancas o de fuego en instalaciones escolares brasileñas. En las reseñas se menciona el bullying o acoso escolar, el nazismo como motivación e inspiración de las acciones, y el acceso a las armas como los recursos que materializaron tan sangrientas venganzas.
El 19 de marzo de 2020, el día en que Brasil cerró su frontera con Venezuela, ante la urgencia de contener la pandemia provocada por la proliferación del COVID-19 y las debilidades de su Sistema Único de Salud (SUS), me quedé sin empleo, sin la posibilidad de comprar la mercancía que vende mi marido, sin acceso al supermercado, nuestras niñas (de 10 y 17 años) se quedaron sin escuela y, claro, los cuatro nos quedamos sin el servicio médico brasileño del cual dependíamos como habitantes de esta frontera, es decir sin SUS-Brasil.
Este especial reúne a siete abuelas y abuelos del pueblo indígena pemón, quienes cuentan en primera persona su cotidianidad y sus historias de vida como una manera de visibilizar desde el relato la resistencia cultural y los derechos humanos de las comunidades originarias frente al extractivismo, violencia y militarización del territorio ancestral al sur del estado Bolívar en Venezuela
Este trabajo fue publicado por Runrun.es en octubre de 2021. Fotografías: Morelia Morillo y Violeta Scott.
La realidad del Pueblo Indígena Pemón que habita en el extremo sureste venezolano, no se aleja de la profunda crisis que atraviesa el país. Como nunca antes, los Pemón experimentan y resisten en carne propia el avance del extractivismo en la región, la fiebre del oro que revuelve todo. También son víctimas de la delincuencia, que como nunca antes había causado estragos en sus tierras ancestrales y de la inédita militarización del territorio justificada oficialmente por el supuesto control de la violencia.
Para liderar a su gente en estos tiempos turbulentos, cada vez más comunidades indígenas Pemón escogen a mujeres como sus capitanas, como sus máximas lideresas, voceras de los asentamientos conformados por varias familias casi siempre emparentadas. Entre 2002 y 2005, otro momento cumbre del liderazgo pemón femenino, había cuatro mujeres al frente entre los seis sectores que conforman la Gran Sabana. Actualmente, son nueve sólo en el sector 6 – Akurimö, según Jorge Gómez, el líder de más larga trayectoria dentro del territorio pemón.
Probablemente estas mujeres son elegidas porque son más organizadas, más gregarias, más aguerridas, más creativas, más honestas o porque simplemente representan un cambio frente al liderazgo tradicionalmente desempeñado por hombres también cuestionado en estos tiempos.
El especial Mujeres de Jaspe: Seis lideresas del Pueblo Indígena Pemón registra las historias de coraje, orgullo y resistencia de un grupo de mujeres que han asumido el liderazgo en sus comunidades asentadas en la Gran Sabana, al sur del estado Bolívar, motivadas por la protección de su territorio, su cultura y su gente.
El lugar de trabajo de Edgar Rojas, un casiguense con 20 años de residencia en la localidad de Maiquetía, en el costero estado Vargas, da al largo pasillo de embarques y desembarques domésticos del Aeropuerto Internacional Simón Bolívar.
Él es lustrador de zapatos, el arrendatario de una de las dos cabinas de la franquicia Cherry, de betunes, tintas y cepillos. Casigua El Cubo es la capital del municipio Jesús María Semprún, al Sur del Lago de Maracaibo, en el estado Zulia.
Desde siempre, la vista del sitio de trabajo de Rojas fue la imagen misma de impermanencia, literalmente lo pasajero: aviones, personas, historias, situaciones, equipajes. Sin embargo, durante 20 años, él hizo básicamente lo mismo: lustrar zapatos de cuero o semicuero. Devolverles la tonalidad perfecta, el brillo, la vida. Seguramente, su lugar pasó a ser una referencia fija en un contexto en el cual todo lo demás estaba de paso.
Inicialmente, fue empleado, cuando en lugar de cabinas había butacas, luego se hizo de su propio espacio, de su cubículo. Durante 20 años, días tras día, una misma rutina repetida 40, 50 veces: retirar el polvo con cepillo y trapo secos; aplicar el betún; “el cuero es como la piel de una persona, hay que echarle crema para hidratarla”, indica nutrir el cuero y luego abrillantarlo a fuerza de técnica, de maestría apurada por chispas de agua.
Oficiando como lustrador compró casa en Maiquetía y otra en Casigua El Cubo, llevó a dos de sus hijas a la universidad y a la tercera al bachillerato.
Entonces, en marzo 2020, el planeta entero declaró la pandemia por la Covid-19, Rojas se aisló en su casa, localizada frente al Aeropuerto, que indefinidamente cerraba sus puertas y regresó, más de un año después, para descubrir que sus clientes (diputados, abogados, alcaldes, gobernadores, empresarios, todos viajeros habituales) habían dejado de vestir de saco, corbata y de calzar suelo o semicuero, para vestir de camisa, jean y zapatos de goma. De lustrar de 40 a 50 pares por día, pasó a lustrar uno. Su hacer se hizo arcaico.
No se trata de la crisis, no es eso, porque muchos siguen viajando. Rojas calcula que, por momentos, en el pasillo hay 200 personas, pero que sólo de 10 a 15 llevan zapatos de suela y cuero; tampoco se trata de que lo hayan olvidado, porque los clientes lo saludan, con cariño y confianza. Rojas es conversador, pero discreto, no revela nombres ni relatos personales; ni se trata del valor del servicio, que ahora se fija en dólares ($3), pues él ofrece alternativas de pago: acepta efectivo, sea en bolívares o divisas y pago móvil. Rojas asegura que los clientes (magistrados incluso) dejaron de vestir de traje formal. “Me dicen que, por la comodidad, que no es igual un zapato de goma a uno de suela”, expresa.
“Nunca me imaginé el cambio de la forma de vestir”, afirma. Nadie pudo imaginarlo y este es quizá uno de los tantos cambios heredados de la pandemia, de esos que permanecerán entre nosotros: la informalidad en el vestir, asociada seguramente a la posibilidad de trabajar desde casa o desde cualquier otro lugar, distinto a la oficina tradicional. Incluso él, un lustrador con dos décadas en el oficio, viste de zapatos deportivos. “Tengo que volver a vestir de suela, –dice-, tengo que dar el ejemplo”, reflexiona, mientras observa su propio aspecto, ahora más informal, deportivo, según me dice nada similar a lo anterior.
Ante tanto calzado de goma, pasando sin detenerse frente a su casilla de lustrador experto, Rojas se compró cepillos de dientes nuevos y champú y ofrece ahora la novedosa limpieza de zapatos deportivos, “para poder sobrevivir”, argumenta. La técnica es similar a la ya empleada: tira el polvo, agita el frasquillo de champú, aplica la espuma, saca la mugre con el cepillo y retira la humedad con una especie de pequeño haragán hecho a la medida. “Estoy reuniendo para comprarme un secador de pelo y darles el toque final”, explica y lo del secador no es tanto por la humedad, que no es tanta, como por el ruido y la urgencia de llamar la atención con respecto al nuevo servicio, su particular adaptación a los avatares de la era.
A diferencia de Rojas, sus dos colegas de las cabinas contiguas decidieron migrar, salir del país: uno se fue a Colombia, el otro a Ecuador. Muchos de los que pasan, calzados de goma, por el pasillo de enfrente también son migrantes, seguramente muchos dejaron atrás sus zapatos de suela por pesados, por ser poco flexibles y menos versátiles. Él, en cambio, decidió quedarse, permanecer en el sitio, aunque sacudido por los vaivenes de este tiempo. En las razones de su arraigo se combinan lo afectivo y lo material: “Lo poco que se gana allá se va a gastar en alquiler y servicios públicos (…) Como Venezuela no hay otro país y estamos en casa”, explica mientras da una última cepillada sobre un botín de cuero argentino. “Le garantizo que esto es cuero de verdad, sólo tiene que colocarle crema al menos una vez al mes”, celebra la capacidad de resistir el paso del tiempo.
Cada quien sobrelleva la temporalidad a su manera: unos abandonan todo lo anterior y se reinventan en un nuevo hacer, mientras que otros se abrazan a su hacer y lo reinventan.
En lugar de ir sentado, y asegurado, de circular por aceras dotadas de rampas y de cruzar calles asfaltadas sobre el rayado peatonal, el hombre empuja su silla de ruedas por el centro de la calzada frecuentemente desprovista de asfaltado. “Quítate esa vaina”, ordena refiriéndose al tapaboca y no queda de otra: el polvo es tanto que, con la mascarilla y ya cerca del mediodía, resulta imposible respirar. “Ah, eres tú. Me dieron dos ACV y un infarto. Pero aquí estoy. No caminaba, ya estoy caminando”, explica.
Él es un vecino de la ciudad, se desempeñaba como taxista; en 2018, el suyo era uno de los 1.134 carros que funcionaba como taxi de manera formal y, como cualquiera de sus colegas, el hombre era un apasionado y espontáneo analista de la situación del país, pero jamás se imaginó víctima; luego, a partir de 2019, ante la falta casi absoluta de la gasolina venezolana en esta frontera y la obligación de trabajar con combustible brasileño a un costo entre 1,4 a 4 dólares por litro, comenzó a vender tortas caseras en la calle; después, sufrió dos accidentes cerebrovasculares (ACV) y un infarto, y ahora (aún con secuelas motoras), continúa con sus pasteles. Como no puede caminar con la tortera entre las manos, la lleva sobre la silla de ruedas que utiliza como andadera para sostenerse. Al llegar al sitio en donde para, levanta la tortera, toma asiento, la coloca sobre sus piernas y empieza la jornada.
Esta ciudad, parcialmente sin pavimento, es Santa Elena de Uairén, la única y última urbe venezolana en el extremo sureste del estado Bolívar, a 1.260 kilómetros de Caracas y 15 de Pacaraima, municipio brasileño al otro lado de los hitos.
Santa Elena fue un refugio de vida alternativa, un lugar en donde cientos de citadinos -como el hombre- se resguardaron del ajetreo y la violencia de sus ciudades de origen; un modesto centro de servicios, aislado a un costado de la Gran Sabana, uno de los destinos de mayor atractivo etnoturístico del país. Wektá, la tierra de los tepuy, el territorio ancestral del pueblo Pemón, una región de belleza indescriptible.
La Gran Sabana es tan hermosa que Santa Elena siempre deslució, polvorienta, pero jamás como ahora; una población pequeña, funcional, con servicios básicos acordes y cosmopolita, un pueblito remoto en donde coincidían indígenas, criollos y extranjeros y en donde se vivía del turismo, del comercio, del transporte y de una moderada actividad minera.
El aire está cargado, “¿Y esto qué es?, ¿ciudad Gandola?”, pregunta una chica de 17 años al intentar cruzar la calle Roscio, una de las vías principales del centro.
Un vehículo ancho y largo retrocede y un Camión 750 avanza en sentido contrario al flechado, agitando el granzón rojo, el relleno con el cual las cuadrillas de la Alcaldía, o las espontáneamente conformadas por grupos de hombres que se juntan y trabajan a cambio de la contribución de los conductores, rellenan los baches que va dejando la ausencia del asfalto. Mientras avanza, la alarma de retroceso de la gandola pita y los faros traseros titilan. Pero apenas son visibles en medio de la polvareda; la Perimetral, la Lucas Fernández Peña y la vía La Laguna se encuentran igual, sin pavimento. En el resto de las calles del casco central hay grietas y huecos. El deterioro ya está andando. Durante los días de sequía el polvo lo cubre todo. Los comerciantes de la ciudad fronteriza que fuera mercadeada durante la primera década del XXI (cuánta presunción) como “El Puerto Libre de Santa Elena de Uairén”, “La Puerta de entrada al Mercosur (Mercado Común del Sur)”, aplacan la tolvanera a manguera.
Lo de ir en contra sentido se ha hecho costumbre. “Esto es Venezuela, aquí todo el mundo hace lo que le da la gana”, dice un Guardia Nacional jubilado que llegó a la frontera en los ‘80, se casó y se quedó. Confiesa que inicialmente se quejaba de los carros yendo en una y otra dirección, pero que -ahora- él también lo hace, que circula a su conveniencia. Se adaptó. Sobrevive. La anarquía es tal que es válido incluso circular en contrasentido y en retroceso.
Hacia 2011, 2012, pero sobre todo a partir de 2013, la economía local se concentró en la comercialización de gasolina venezolana. En las dos estaciones de servicio el combustible se compraba en una micro fracción de dólar; y en las calles los choferes brasileños y los mineros, que ya comenzaban a proliferar, la pagaban en un real, el equivalente a un cuarto de dólar y hasta en más. Motivada por el negocio -hacia 2018- la población de la ciudad se multiplicó por cuatro, superando los 42 mil habitantes. 20 años atrás eran 10.300 personas. De ese acelerado crecimiento y de las dinámicas que se generaron en torno al comercio doméstico de gasolina trata Fronteira Inflamável (UFRR, 2019)* (Frontera Inflamable). La mayoría de los que llegaron ocuparon los linderos de Santa Elena sobre el territorio de la comunidad indígena Pemón. Los últimos en llegar ni siquiera se asentaron. Vivían en sus carros mientras hacían cola para llegar al surtidor luego de 17 horas de espera, en promedio.
Todo eso pasó. Ahora, ya no hay turistas, ni comercios diversos, son contados los locales en donde el polvo recubre la línea blanca, la marrón, la tecnología, la lencería; ni siquiera hay “talibanes”, los revendedores de gasolina barata venezolana, llamados así desde que comenzaron a ser parte del paisaje, coincidiendo con el ingreso de EE.UU. a Afganistán.
La extracción de oro y la importación, venta y transporte de alimentos brasileños concentran la actividad productiva de la zona. El ingreso masivo de alimentos se inició a finales de 2018. Aún en pandemia, y con la frontera cerrada, cientos de gandolas llegan diariamente desde Brasil a la Aduana Ecológica de Santa Elena de Uairén para traspasar su mercancía a vehículos pesados con placas venezolanas. Mientras esperan, las gandolas venezolanas se estacionan a conveniencia, a veces en los terrenos abiertos para ese fin, cuando no en la calle, incluso contra la rabia de los vecinos; sus conductores y caleteros, tendidos donde sea: debajo de los remolques, en las salientes de algunos almacenes. Con suerte, una docena de hombres comparte la renta de alguna habitación con baño. Así, en dos años, Santa Elena de Uairén quedó parcialmente sin pavimento. De poco han servido las ordenanzas municipales.
Casi al mediodía, aun en sequía, a pleno sol, 39°C y ahogado en una nube de polvo rojo, el hombre avanza sosteniéndose sobre su silla de ruedas y la torta del día sobre el cojín. La tortera es una capsula infranqueable. De pronto, un vehículo retrocede y el hombre agita sus brazos y grita; se hace a un lado, el conductor continúa en retroceso y riñe; se queja de que no avistó al hombre por el retrovisor.
Luego de los gritos y los insultos del momento, el hombre sigue su camino contrariado. Debe recobrar el control. A cualquier hora, cruzar la Perimetral, a la altura de la Principal de Cielo Azul, exige un nivel de concentración máximo. Ese cruce es el ojo del huracán en el cual se ha convertido esta ciudad fronteriza: las gandolas con o sin remolque (estas últimas a toda velocidad); las Toyota hasta el tope de mercancía, con hombres y mujeres sobre los sacos rumbo a las minas; los caleteros esperando una oportunidad; las familias enteras, con la vida a cuestas en un morral escolar tricolor, procurando salir del país por la trocha, la vía alternativa, hacia Brasil; los cigarreros que venden por unidad, por caja o por brazo; los vendedores de aceite automotor; las prostitutas a toda hora exageradamente maquilladas; a veces, el vendedor de plátanos o el de naranjas; el motorizado y dos o tres pasajeros; los motorizados que prefieren parar y ofrecer el combustible que llevan en el tanque; los ciclistas; los vendedores de leña recién extraída del bosque y, al caer la noche, el vendedor de gasolina que ilumina con su celular la botella de dos litros, para hacerla visible en la oscuridad. “A esta hora son 20 reales”, es decir 4 dólares, 2 por litro, explica a quienes se interesan por el combustible.
De ida y de vuelta por “Ciudad Gandola”, el lugar en el que se convirtió Santa Elena, el hombre lo supera todo, el polvo y el lodo cuando la sequía cede el paso a la lluvia.
Santa Elena de Uairén. – Hay una expresión que marcó aquellos primeros minutos de Richard en el espacio dispuesto en la Aduana Ecológica de Santa Elena de Uairén para recibir a los retornados y en general a aquellos venezolanos que, por algún motivo, debieron regresar al país a pesar de las restricciones asociadas a la contingencia provocada por el COVID-19 (CV-19): “Qué bueno que les bajaron la condena. Ahora son solo ocho días”.
Santa Elena de Uairén es la ciudad venezolana en la frontera con Brasil. Se encuentra apenas a 15 kilómetros de distancia de la línea limítrofe y a 1.264 kilómetros de Caracas. De acuerdo con el informe Situación de los venezolanos que han retornado y buscan regresar a su país en el contexto del COVID-19, publicado por la Organización de Estados Americanos (OEA), en septiembre pasado, 6.000 personas de nacionalidad venezolana regresaron a su país a partir de la declaración de la pandemia utilizando esa vía.
Los retornados, en términos migratorios, son aquellos que regresan a su país de origen después de haber pasado un tiempo fuera, con voluntad de permanecer en ese otro país, habiendo cambiado su sitio de residencia. A ellos se suman (en esta odisea) aquellos que, a pesar de la pandemia y sus restricciones, se han visto obligados a volver tomando rutas no convencionales, como esta de la frontera hacia Brasil en el sureste extremo de Venezuela.
Richard pasó casi un año y medio en Brasil, en Foz de Iguazú, trabajando; pero, cuando se declaró la pandemia (marzo, 2020) y quedó desempleado, decidió volver.
En Brasil, el salario mínimo es de 1.045 reales, el equivalente a 254,9 dólares, de acuerdo con el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IGBE). Aun si Richard recibiera el auxilio de emergencia, un pago mensual de Rs. 600 (146$), realizado por el Gobierno Federal para aquellos trabajadores informales, microempresarios o desempleados, incluyendo a los venezolanos con residencia legal en ese país, debido a la pandemia, le hubiera resultado muy difícil tan sólo comer, pagar alquiler y servicios (agua, electricidad, aseo urbano).
Migrante, desempleado y en pandemia, Richard se mudó de Foz, en la frontera brasileña con Argentina y Paraguay, a Boa Vista, la capital del estado de Roraima, en la frontera con Venezuela. Pensó que le sería más fácil pasar este tiempo en una ciudad pequeña —284.313 habitantes (IGBE)— en donde ya residen 83 mil venezolanos, según los datos divulgados a propósito de la inauguración del Centro de Atención al Venezolano, a comienzos de octubre y, además, calculó que, estando más cerca de Venezuela, podría cruzar al abrir la frontera. Trataba así de evitar el tiempo de aislamiento. Pero, entonces, al factor económico se sumó una urgencia familiar, el cuidado de su abuela y, de emergencia, tuvo que retornar.
“Ingresé a Venezuela el día 19 de septiembre. Fui bien atendido por los militares, en un principio, nos recibieron a todos con estas palabras: ‘qué bueno que les bajaron la condena. Ahora son sólo ocho días’. Entonces, nos vinimos todos convencidos de que eran sólo ocho días. Pero ya van siete días y nos están diciendo que van a ser 15”, contó desde el lugar en donde cumplía con el aislamiento preventivo exigido por el Gobierno como parte de las medidas preventivas contra el contagio del CV-19.
“Esto definitivamente es un castigo hacia el pueblo, no es una medida preventiva contra el corona. Si el corona fuera como ellos dicen que es, ya estaríamos todos muertos”, cuestionó con respecto a la estrategia sanitaria en su séptimo día sin poder salir.
En la aduana, de los 33 sometidos, en ese momento, a la prueba rápida del CV-19 sólo dos resultaron positivos. Todos los negativos fueron llevados a un mismo Punto de Asistencia Socio Integral (PASI) y los positivos a otro. Richard se fue entre los primeros. Vestía un short, venía de Boa Vista, una ciudad de temperatura promedio de 30 grados centígrados en septiembre. El short entonces le quedaba ajustado a nivel de la cintura.
De la llegada, al primero de los hoteles en donde fue hospedado, recuerda las chiripas. Al entrar a la habitación, contó al menos media docena. Por eso, dijo, “muchos de los que estaban ahí se quejaron porque tenían niños chiquitos y se sentían, así como peligrando, no vaya a ser que le entre en la oreja, en el oído, en la nariz, una chiripa a los niños”.
De esos primeros días y de los siguientes recuerda las porciones de comida: “La comida súper poquita, mal preparada (…) Y, por otro lado, siempre te das cuenta, cómo, quienes sirven la comida, se llevan para el cuarto. Bueno, la otra vez pusieron cochino, que estaba sabroso y nos pusieron cuatro mini pedacitos que no daban ni para media porción de una persona, súper poquito. Se vio claramente cuando la señora que servía agarró y se metió por lo menos un kilo de cochino para adentro. De repente, sus superiores están pensando que mandan suficiente comida, pero los que sirven, sirven muy poquita y se encaletan la que les sobra”.
La dieta de un día cualquiera incluye una arepa de aproximadamente 10 centímetros de diámetro, rellena con un poco de queso, justo en el centro, al desayuno; un gran plato de arroz con mortadela, zanahoria y papa, al almuerzo y una panqueca en la cena. “Todos los días comemos mortadela. A veces, ves la mortadela que está como medio verdecita y todo. La vaina es una locura. Pero con el hambre, uno le mete. Cero frutas, cero jugos. Traen un hielo, que se acaba a la mitad del día”. En la medida de sus posibilidades, Richard les pedía a los militares que le compraran pan y mortadela en la panadería cercana, pero muy pronto se quedó sin dinero porque tenía que invitar tanto a sus compañeros de cuarto como a quien le hiciera el favor e ir y hacer la compra porque “ellos también tienen hambre”.
El mejor de los almuerzos, juzgo por la voz festiva del comensal, fue una pasta con pescado rallado. “Está buena”, dijo mientras comía.
Un día en aislamiento, contó Richard, es un día de espera: “Esperando órdenes, esperar a ver qué nos dicen y esperar a que llegue la comida”. En el primer hotel, las órdenes eran dadas por un sargento muy gentil de apellido Juárez y en el segundo por un militar de tono hosco de cuyo apellido Richard tal vez prefiere no acordarse. Los lapsos de espera se consumen entre conversas, revisiones y revisiones del teléfono.
Al igual que al llegar a ese primer hotel, al llegar al segundo, a donde fue llevado después de la primera mitad del tiempo de clausura, tuvo que pagar 10 dólares por el uso del Wifi (20 reales). Mientras los que tocan en una habitación con televisor, ven algún programa, los que no, juegan dominó.
En ese segundo hotel, Richard durmió en una habitación de 3 por 4 metros, es decir de 12 metros cuadrados, con otros tres hombres. El baño no tenía tapa de poceta.
El décimo cuarto día, a Richard, a pesar de sus dos pruebas negativas, lo dejaron un día más. “Actualmente se están violando los derechos humanos de todos porque es como una prisión, sinceramente es como estar preso y ni siquiera respetan la ley que ellos mismos han impuesto”, contó ya casi desesperado por salir.
Al final de la quincena, una noche de octubre, Richard, finalmente salió, con el mismo short que entró. Casi se le caía. Lograba introducir tres dedos entre la pretina y su abdomen.
En Boa Vista, la ciudad brasileña a 230 kilómetros de Santa Elena de Uairén, Mireya apenas almorzó, pasó una tarde cálida y durmió en una cama cómoda, después de haber dormido la noche anterior en un avión de la línea brasileña Azul, que la llevó desde el Aeropuerto Internacional de Fort Lauderdale hasta Sao Paulo, de allí a Manaos y luego a Boa Vista. Fueron 14 horas de vuelo. Once horas más de las que hubiera pasado a bordo de haber volado hacia Maiquetía. Sin embargo, Mireya recuerda que tanto el almuerzo del día en que llegó como el desayuno del día siguiente fueron muy buenos e igualmente la atención.
Ella, una profesional del área de la salud, viajó a Estados Unidos, Miami, invitada por su hija, para compartir con los nietos. Fue por 10 días. La alcanzó la pandemia y se quedó seis meses. Retornó a finales de agosto, ya desesperada por volver a su casa, en Caracas. El presupuesto, el compartir con los nietos, los paseos, todo lo que había programado para 10 días de vacaciones se fue agotando en 180 días de pandemia. Intentó tomar un vuelo humanitario y no lo consiguió. Intentó salir en un vuelo privado, junto a otros seis pasajeros y la salida fue frustrada por algún motivo del cual no recibió mayores explicaciones. “Yo estaba dispuesta a montarme en lo que fuera”, dijo.
Descartó la posibilidad de viajar por Maiquetía (Caracas) y compró un boleto para viajar por Brasil. “Fue un vuelo nocturno, que me permitió dormir mis ocho horas. Lo hice con gusto, tenía ganas de volver”, dijo una vez más. Por precaución, se hizo una prueba de CV-19 en Estados Unidos. Llevaba ese negativo al alcance de la mano, en el bolso que la acompañó durante el recorrido, pero en tan largo trayecto nadie se la pidió.
En Boa Vista, después de desayuno, subió al carro que ya habían contratado ella y sus dos compañeros de viaje —otros dos venezolanos con quien compartió la odisea— para ir hasta la frontera de Brasil hacia Venezuela. Fueron otras tres horas por la Br-174.
Llegó a Pacaraima, la ciudad brasilera en la frontera con Venezuela, al mediodía. Selló su salida del Brasil. Como la frontera permanece cerrada, Mireya caminó, arrastrando su equipaje, el trecho que separa las instalaciones de la Policía Federal Brasileña de la Aduana de Santa Elena de Uairén, aproximadamente 500 metros, pasando frente al Monumento de las Banderas, aquel sitio en donde los turistas venezolanos y extranjeros acostumbraban a tomarse una foto y en donde de unos años a la fecha sólo se fotografían los que se van del país con una mochila tricolor.
Al llegar a la aduana venezolana, recibió el número siete y, sin embargo, tuvo que esperar hasta que llegó la última persona del día para que se iniciara la jornada de despistaje de CV-19. Eran ya las 5:00 de la tarde. De los 42 retornados de ese día, sólo tres dieron positivo. Por tanto, fue enviada a uno de los PASI negativos.
De la llegada al hotel, junto a los otros 39 viajeros de resultados negativos, recuerda aquella impresión casi fantasmal que produce un lugar que fue bonito, amable y que, debido a la caída del turismo, se encuentra abandonado y aquellas palabras pronunciadas por un efectivo de la Milicia Nacional Bolivariana ya casi a medianoche a manera de saludo, pero con un tono que a Mireya le resulto de sutil sarcasmo: “Bienvenidos a Venezuela. Lamentablemente, los connacionales, así nos llamaban, ‘los connacionales’, que estuvieron en el hotel antes dejaron las habitaciones en malas condiciones y ustedes mismos tendrán que acondicionarlo todo”.
La cena llegó poco después en una caja plástica con tapa. Comieron pasteles con agua servida de un termo con dispensador.
Como Mireya expuso que sufría una dolencia crónica, que le impedía compartir la habitación, fue conducida a una habitación individual, no obstante, oscura, es decir, sin bombillo, sin sábanas; abrió la puerta del baño y se topó con una papelera y una poceta inmundas; en la ducha, el jabón estaba cubierto de pelos y las baldosas estaban pobladas por hongos que habían ido colonizando aquel sitio durante días.
Un miliciano le facilitó su tendido de cama —una colcha y una almohada satinadas— que ella utilizó para pasar esa primera noche. Durmió. Estaba agotada.
Al amanecer, desayunaron nuevamente pasteles y así lo hicieron durante los cuatro días que pasaron en ese primer hotel. Eran llamados a levantarse a las cinco de la mañana para que tomaran sus pasteles. Los almuerzos eran, por ejemplo, arroz blanco con una mínima porción de sardinitas refritas servidas en el centro. Mireya optó por utilizar diariamente un servicio de comida a domicilio que por 10 a 12 dólares diarios le llevaba al hotel desayuno y almuerzo; adicionalmente, también trataba de disponer de pan, queso, jugos y cambures para la cena. “Yo lo tomé como un retiro. Tenía libros, me gusta escribir. La mayoría de la gente pasaba el día en los celulares. Todo el mundo con sus mascarillas y su distanciamiento”, contó luego. La lencería limpia también llegó al segundo día, al igual que los productos, implementos de limpieza y dos mujeres que se encargaron de acondicionar las doce habitaciones y sus baños. Fue aseo rápido y sin esmero, según Mireya.
Mireya admite que realizó un contacto con el gobierno regional y que ese contacto le garantizó que la dejarían salir en tres días. Pero, al cumplirse los tres días, le dijeron que debía permanecer uno más y después ir a una posada pagada por ella hasta realizar la segunda prueba de CV-19 y tramitar el salvoconducto para salir del municipio Gran Sabana.
Al cuarto día de estar en Santa Elena, Mireya y sus dos compañeros fueron trasladados a lo que ella define como “una posada rural. Una infraestructura fea, pero cómoda, con sábanas limpias, agua fría y caliente”, localizada en una zona de mucha tierra y escaso asfalto, cerca de una panadería. Ya en el sitio, dijo, “nos dimos cuenta de que teníamos que pagar 20$ diarios”. Más 10$ o 15$ por concepto de comida a domicilio. Pasaron cuatro días más allí.
Recuerda también que en la parte frontal de la edificación había una bodega de venta de víveres alimenticios nacionales y brasileños. Contó que quienes atendían aquel segundo hospedaje eran parte del equipo que apoya el operativo cívico militar de recepción de los venezolanos que retornan en tiempo de pandemia. Esas mismas personas les comunicaron, una y otra vez, que debían esperar pues aún no tenían los salvoconductos ni el combustible para realizar el larguísimo viaje a Puerto Ordaz. “Yo me sentía ‘matraquiada’”, dijo Mireya, utilizando una expresión que en venezolano cotidiano podríamos traducir como una mezcla de burla y robo. “No sabía si estar agradecida o no”, dijo recordando al contacto.
Al cuarto día de estar en ese segundo alojamiento, el octavo día de aislamiento, finalmente le repitieron la prueba de CV-19. En la sede en donde les practicaron los análisis, una de las mujeres que hacía parte de aquel equipo le jugó una broma: “Tú saliste positivo”, me dijo. Pero no era más que un muy mal chiste, un susto incómodo, que Mireya reclamó como “de mal gusto”. Con sus pruebas negativas, Mireya y sus compañeros tramitaron sus salvoconductos sin inconvenientes.
Salieron de Santa Elena un último día de agosto en un Toyota Previa conducido por la esposa del dueño de la posada. Cada uno pagó por el traslado hasta Puerto Ordaz, a 604, 5 kilómetros de distancia, un monto de 300$. Durante el recorrido, pasaron aproximadamente 17 alcabalas. La carretera estaba en pésimas condiciones, se cruzaron con una infinidad de gandolas. Al pasar la ciudad de Tumeremo, a 378,4 kilómetros de Santa Elena de Uairén, el carro comenzó a fallar. Finalmente, tuvo que ser remolcado por una gandola y después por una grúa que no logró subir el carro a la plataforma por lo que —carro, conductora y pasajeros— debieron ser arrastrados hasta Puerto Ordaz durante seis horas.
En Puerto Ordaz pasaron la noche en una casa-posada, a donde fueron referidos por la gente del equipo y en donde pagaron 15$ por pernoctar una noche y algo de comida.
Finalmente, el viaje hasta Caracas lo hicieron en un carro ya contratado desde Miami que les cobró 400$ a cada uno. “Ese sí fue un viaje fluido, aunque con cantidad de alcabalas”, dijo Mireya. “Yo sabía que esto iba a ser una aventura y yo dije, esta aventura la voy a vivir y al final de la historia me queda la impresión de que Venezuela es un pobre país de corruptos”, expresó días después de aquella odisea que la llevó desde Norteamérica al sur de Brasil para entrar a Venezuela y volver hacia el norte, Caracas, por tierra.
A mediados de marzo, cuando llegaron los primeros retornados por la frontera Venezuela-Brasil, en Santa Elena, una ciudad localizada a 1.256,7 kilómetros de Caracas, en el sureste venezolano, cundió el pánico. La pandemia apenas comenzaba. Era mucha la incertidumbre.
Santa Elena de Uairén es la capital del municipio Gran Sabana, el territorio ancestral del Pueblo Indígena Pemón y uno de los destinos turísticos de mayor atractivo dentro del país. En enero de 2013, 23 549 personas visitaron la Gran Sabana durante la temporada de inicio del año. Esto según una nota publicada por el diario Nueva Prensa de Guayana, citando como fuente la Gobernación del Estado Bolívar. Precisamente, esa misma nota, alertaba una caída del turismo con respecto a temporadas anteriores. El Lucas era uno de esos muchos hoteles a donde iban los turistas sólo para dormir una noche y seguir, por ejemplo, su ruta hacia El Paují, a 80 kilómetros de recorrido, la mañana siguiente.
En este nuevo contexto, sin turistas, en crisis y pandemia, el Lucas, un alojamiento modesto localizado en Brisas de Uairén, una barriada a 12 kilómetros del límite con Brasil, fue uno de los primeros hoteles de Gran Sabana, en recibir retornados.
Desconociendo aún el protocolo que implementarían los gobiernos nacional, regional y local para atender a quienes regresaban, los vecinos se alarmaron ante la posibilidad de que docenas de contaminados caminaran por las calles del barrio, procurando una panadería o una farmacia y realizaron una colecta para garantizar a los hospedados en el Lucas la comida. Luego, sin embargo, se conoció que el grupo estaba conformado por retornados con resultados negativos para CV-19 y que su alimentación sería garantizada por el equipo a cargo del operativo activado para atender la contingencia.
Ya en abril, un grupo alojado en el Hotel Patrona Dary, ubicado en Kewei I, puso a rodar en las redes sociales un mensaje reclamando por la comida, casi siempre bollitos de harina de maíz con sardinas fritas, una dieta especialmente contraindicada para los adultos mayores con diagnósticos crónicos de hipertensión y diabetes. También dijeron que algunos llevaban ya más del tiempo estimado de aislamiento, incluso siendo negativos para CV-19.
Casi siete meses después, el Lucas está herméticamente cerrado. Un empleado del gremio hotelero, contó que un grupo de retornados se negaba a salir de allí y que algunos habían causado destrozos. El mismo empleado comentó que sólo los alojamientos en extremo deteriorados o aquellos que son viviendas familiares se salvaron de recibir a los retornados y de pasar meses de ocupación y de daños con un mínimo beneficio económico. Una vecina confirmó que el Hotel Lucas había sido destruido, que los huéspedes fueron desalojados y que las instalaciones permanecían cerradas, pues no contaban con las condiciones mínimas para operar ni siquiera en tiempos de emergencia.
Es frecuente que algunos retornados se nieguen a salir de sus sitios de aislamiento, especialmente cuando sus casas se encuentran en ciudades distantes como San Félix, Maturín y El Tigre, principales lugares de origen de los migrantes venezolanos residenciados en ciudades brasileras como Boa Vista y Manaus, a tres y 11 horas de viaje de la frontera.
Esa negativa puede encontrar explicación en la dificultad para conseguir transporte en un momento en que los terminales de pasajeros del país permanecen cerrados y se necesita de entre 300$ a 400$ para llegar a Maturín o de 150$ si se viaja en gandola.
De Santa Elena apenas está saliendo semanalmente una buseta Encava con capacidad para 32 pasajeros hacia Puerto Ordaz. Una viajera relató que la buseta es privada y que trabaja para un militar que viene a la frontera a “comprar salchichas” y que en contraprestación lleva pasajeros sin costo de pasaje alguno. Sólo tienen que pagar Rs.100 (aproximadamente 20$) aquellos que llevan exceso de equipaje, sacos de comida brasilera u otros. El viaje es coordinado por la Alcaldía de Gran Sabana, precisamente para ayudar a salir del municipio a aquellos que permanecen varados.
Pero otros, como Ana, prefieren permanecer en Santa Elena a la espera de que se dieran las condiciones para volver a Brasil, especialmente la posibilidad de emplearse nuevamente. De hecho, Ana ya regresó a Boa Vista desde donde espera volver al estado de Bahía y conseguir empleo.
La alimentación y el tiempo de permanencia son dos de los aspectos más cuestionados por quienes han pasado ya sea días o semanas en algunos de los PASI-Gran Sabana.
Norbelia García, máxima autoridad en materia de Salud del Municipio Gran Sabana, se disculpó por no poder ofrecer un registro de los retornados, al momento de la entrevista a finales de septiembre pasado. Sin embargo, dijo que el equipo integrador (conformado por organismos de seguridad, militares, Gobernación de Bolívar, Alcaldía Gran Sabana, Protección Civil y personal de salud venezolano y cubano) trabaja con 18 alojamientos, entre hoteles y posadas, el más pequeño cuenta con 16 habitaciones y el más grande con 80.
En cuanto a los tiempos de permanencia, explicó que aquellos que arrojan resultados negativos son trasladados a los PASI-Negativos en donde pasan de 7 a 10 días. Dependiendo de la capacidad de transporte para la realización de las pruebas. Explicó que, si bien deberían pasar 14 días, se estima que todos completarán su aislamiento en los lugares de destino.
Quienes arrojan resultados positivos son llevados a los PASI-Positivos en donde se les practicará la prueba de Hisopado en un lapso que depende de la disponibilidad del material y del transporte para llevar la prueba al Instituto de Higiene “Rafael Rangel”, en Caracas.
“Sí, lo hemos hablado, pero escapa de nuestras manos”, dijo la médica en cuanto a la dieta de los retornados.
Elizabeth, venezolana, regresó a Ecuador a finales de septiembre de 2020, después de haber pasado seis meses en su ciudad de nacimiento, Caracas, a donde viajó por motivos familiares a comienzos de este año, días antes de que se declara la pandemia.
Su testimonio surge como una referencia, un punto de comparación con respecto a cómo se está manejando el ingreso de personas desde el extranjero en otros países del subcontinente.
Para Elizabeth regresar no fue fácil. Sus esfuerzos por conseguir un vuelo se convirtieron en una seguidilla de frustraciones. Finalmente, viajó en un vuelo coordinado por el Consulado Ecuatoriano, con la exigencia —para los pasajeros— de que reservaran su aislamiento preventivo en Quito. Para ello les dieron una lista de opciones con precios, condiciones y ubicaciones distintas. Ella optó por una habitación doble por la cual pagó poco más de 30$.
Al llegar a Inmigración, en Quito, presentó su pasaporte, su reserva de hotel. Pero no su prueba PRC realizada en el país de origen, puesto que en Venezuela no pudo hacerla. Mas, “con las dificultades que hay para hacerse esa prueba en Venezuela, también te abren la posibilidad de hacerla en el medio del aislamiento”, dijo Elizabeth ya en Ecuador.
En el hotel, ella y sus dos compañeras de viaje eran las únicas huéspedes. No podían salir de las habitaciones. El conserje del hotel se encargaba de recibir y entregarles las tres comidas que solicitaban a domicilio. El domingo, al día siguiente de su llegada, el personal del laboratorio privado, también contratado por ellas, acudió para practicarles la prueba cuyos resultados negativos les fueron entregados el martes en la tarde. La PCR le costó 105$.
“Sólo esa noche se nos autorizó a salir, el conserje nos dejó salir a pasear, pero igual pasamos esa noche ahí, ya un poco más libres”, dijo, pues las tres residen en ciudades distantes en el interior ecuatoriano.
Por lo demás, el aislamiento depende de formas de control poco represivas: “Por ejemplo, a nosotros no nos dieron nunca llave de la habitación. Pero entiendo que se tomaban medidas así porque, al principio de la cuarentena, mucha gente se escapaba del aislamiento. De hecho, una familia salió del aislamiento y los multaron por eso. Ya después los hoteles tomaron más precauciones y no te daban la llave, para que no te fueras. Lo que sí es que es costoso el poder regresar porque pagas el pasaje, pagas el hotel y la comida. Si llegas del país en donde estabas con tu PCR y es negativo, no tienes que cumplir el aislamiento, bueno te sugieren guardar cierta cuarentena en tu casa. Las personas que viajan con menores de edad, población vulnerable, con un largo listado de enfermedades no tienen que hacer tampoco el aislamiento, sólo en su casa”.
“Yo lo que veo es que lo que hacen es confiar en el criterio y la conciencia de cada persona porque nosotros fuimos por nuestra cuenta al hotel, bueno quizás nos reportaban, de no llegar nos reportaban como que no habíamos llegado, digamos que no era una cosa así militarista ni mucho menos: Te reciben en inmigración, confían en que vas al hotel, en el hotel bueno te quedas hasta que entregues tu PCR negativo, pero eso no una cosa punitiva, por lo menos en un principio te dan la confianza de que cumplas con lo establecido”, dijo Elizabeth con respecto a los términos del aislamiento al cual fue sometida en Ecuador.
Ese aspecto consciente —ni militar, ni punitivo— del tiempo de apartamiento por razones preventivas contrasta con las imágenes que saltan a la vista en los hoteles y posadas de Santa Elena desde finales de marzo de 2020 hasta la fecha, en la Patrona Dary, en el Cristina, en el Amazonas, en el Cabañas Roraima, en el Samancito, incluso en el Anaconda, en todos hay sin falta uniformados militares (milicianos u oficiales) apostados en las puertas vigilando a aquellos que retornan en tiempo de pandemia, como a quienes, después de cometer algún delito, son sometidos a una cierta condena. Puertas adentro, los que regresan por Brasil a Venezuela permanecen ciertamente aislados. Tchau (adiós) Brasil, bienvenidos a Venezuela.
Por decisión de ellos, los nombres de las personas que dieron sus testimonios, para la construcción de este relato, fueron cambiados. Igualmente, por proteger su identidad, omitimos datos que podrían resultar extraordinariamente personales. Sin embargo, procuramos no desfigurar el rostro de cada uno de ellos.
Mi madre dice que vivo en “el fin del mundo”.
El 3 de febrero de 2020 cumplí un año sin ir al río. Es primera vez que paso tanto tiempo desde que vivo en la Gran Sabana, hace ya casi 20 años entre ir y venir. ¿La razón? Desde que pasó lo que pasó, la gasolina llega una vez por mes, 10, 15 litros por vehículo y el nuestro -un Toyota año 83- tiene un tanque de 90. Nos movemos a pie, en cola o en uno de los pocos autobuses o taxis, pagando de 50 centavos a $2,5.
La Gran Sabana es también el último de los municipios hacia Brasil, en el sureste profundo de Venezuela. Acá no han llegado los malls, ni el cine surround… pero hay tantos ríos; los no indígenas, como nosotros, se establecieron hace menos de un siglo.
Como quienes experimentan un sismo de gran magnitud, los habitantes de Santa Elena vivimos bajo el temor a las réplicas”. Morelia Morillo, periodista y residente de Santa Elena de Uairén |
El domingo 19 de febrero de 2019 celebramos el cumpleaños en Agua Fría, a 42 kilómetros de Santa Elena de Uairén, una planicie alta perforada por manantiales, desde donde saltan -al menos cuatro- cauces de agua hacia los morichales tupidos que dan nombre al mirador de Jurassic Park. Agua Fría está a medio camino entre Kumarakapay y Santa Elena, las dos localidades de la Gran Sabana en donde 19 y 20 días después pasó lo que pasó y entonces, entre muchas otras cosas, dejó de llegar gasolina y dejamos de ir al río.
Kumarakapay es el gavilán tijereta, el de la cola bifurcada y es también una comunidad indígena. La mayoría vive en casas rurales, construidas por el gobierno 30 o 40 años atrás, en sustitución de las tradicionales viviendas de palma y bahareque. Hasta que explotó la crisis, sus habitantes vivían del turismo. La comunidad colinda con el río Yuruaní -el de la cortina, el del puente de metal sobre la Troncal 10- y es puerta de acceso a Roraima, el más conocido de los tepuyes en el Sector Oriental del Parque Nacional Canaima.
Santa Elena es la capital del municipio Gran Sabana, una precaria urbe de cerca de 40 mil habitantes, entre indígenas y no indígenas, a 15 kilómetros de los hitos. Sus principales fuentes de ingresos fueron el comercio, el transporte, el turismo; luego la reventa de gasolina a los brasileños y a los mineros; luego la minería; luego pasó lo que pasó. “Santa Elena es una ciudad fantasma”, “está muriendo poco a poco”, expresan quienes aún se niegan a partir.
La expresión en itálicas es una voz cifrada, surgida del convenio tácito y colectivo, que sugiere lo que vino tras la incursión militar en Kumarakapay: las protestas ciudadanas; la respuesta de los colectivos; los cuerpos policiales y castrenses y el saldo mortal de lo ocurrido entre el 22 y 23 de febrero de 2019 en Santa Elena. Revisemos la agenda y la memoria, que el alud de mensajes, fotografías, videos y sonidos fue oportunamente removido.
Día a día
Al amanecer del sábado 23, registré:
La ciudad amanece entre humo, chamizas y gases lacrimógenos rezagados reavivados por el viento. A plena luz, aparecen las pruebas de la batalla de la noche anterior. Pero aquí, nadie, ni siquiera aquellos que participaron o atestiguaron lo sucedido dan crédito a los despojos de aquella ensoñación macabra. Son las nueve a diez cuando salen de sus casas, como lo harían un sábado cualquiera, se topan con los restos del mal sueño que se negaban a creer y se dan cuenta de que jamás durmieron, de que la guerra violentó su lugar.
Desde anoche, y aún más al amanecer, una serie de sonidos advierte a través de WhatsApp que el Gobierno apaciguará las protestas trasladando hasta la frontera medio centenar de autobuses cargados de colectivos, sus aliados incondicionales; otros dicen que los pasajeros saldrán de las cárceles (¿Infiernos?) de Vista Hermosa y El Dorado.
Al atardecer de ese sábado transcribí:
Se alternan videos de docenas de autobuses pasando de ventanas cerradas por la sabana y sonidos en los que se menciona la altura a la que se desplazan. Dicen que la caravana está compuesta por 30, 50 autobuses, lujosos 4×4 y camiones con pollos y colchonetas: “Vienen por el 88”; “Vienen subiendo Sierra de Lema”; “Vienen por la sabana”; “están en Santa Elena, son puros malandros, se ríen de la gente de aquí y hablan caraqueño rajao”.
En otro mensaje la voz de una mujer que se presenta como Candy, nombre que corresponde a una de las líderes de la Seguridad Indígena, alerta que el alcalde Emilio González, de origen pemón, es perseguido y huye por los caminos verdes hacia Brasil.
Terror. Los manifestantes regresan de prisa a sus casas. Todo es silencio.
El domingo 24 anoté:
Pasado mediodía, el alcalde denuncia las amenazas de las cuales él y su gente son víctimas y, en la tarde, en la Aduana Ecológica de Santa Elena de Uairén se inicia una fiesta por la paz convocada por el Gobierno. Sólo asisten sus incondicionales. “Eran los invitados a la fiesta”.
Uno de los asistentes a la celebración identificó así a los tripulantes de la caravana del día anterior. Por lo demás, nadie transitó libremente desde ese domingo hacia la frontera. El paso quedó obstruido antes del Escuadrón de Caballería Motorizada (5102 Escamoto).
El lunes 25 registré:
Desde Pacaraima, Brasil, el alcalde Emilio González lanza un decreto de luto y nombra como su suplente, durante 15 días, a José Moreno, jefe de Servicios Públicos.
El martes 26 documenté lo que sigue:
Son las 11:00 am. Inician viaje de regreso 10 de los autobuses que llegaron el sábado. De lejos, resulta imposible ver si llevan pasajeros. Al menos otros cinco, entre ellos uno amarillo con señas de transporte escolar, permanecen aquí.
Los mensajes de WhatsApp y los rumores daban parte de las detenciones, los interrogatorios, los allanamientos; de las supuestas listas de solicitados y de comerciantes a quienes, a cambio de obviar su vinculación con los hechos del fin de semana, se les habrían solicitado 10 mil reales brasileños ($2.500).
Quienes pueden, cruzan la frontera para evitar ser detenidos. Cruzan, a través de la selva o de la sabana, burlando el bloqueo; alrededor de 1.300 indígenas pemón, especialmente mujeres y niños, se refugiaron en las comunidades brasileñas. Mientras que los hombres resguardan casas y comunidades. Detienen e interrogan a quienes viven o trabajan en los sitios desde donde fueron captados los videos. Recomiendan borrar videos, fotos, sonidos.
Según el Foro Penal Venezolano fueron 7 los fallecidos, 4 de ellos pemón; 57 heridos, 22 de ellos indígenas y se registraron 62 arrestos arbitrarios, 23 contra indígenas pemón.
El 27F anoté:
En el Hospital General de Roraima (Boa Vista) fallece, por balazos en pecho y abdomen, Klever Pérez, habitante de Kumarakapay, de 24 años; un contingente de la GNB toma las instalaciones del aeropuerto internacional y detiene a cuatro miembros de la Guardia Territorial Pemón, uno de ellos, evidentemente criollo, es liberado; los demás, Nicodemo Martínez, Boris Willians y Jorge Gómez, este último hijo del coordinador del Consejo de Caciques Generales, Jorge Gómez, son trasladados al Escamoto y al Destacamento de la Guardia Nacional, en donde habrían sido torturados.
El 2 de marzo escribí:
En el General de Roraima muere Rolando García, de 51 años, esposo de Zoraida Rodríguez, fallecida al amanecer del 22F en Kumarakapay.
El despojo
Los días 2 y 3 de marzo, la sede de la Alcaldía Gran Sabana fue hurtada. Se llevaron computadoras y dejaron un reguero de carpetas. Entre el 8 de marzo a las ocho de la noche y el 11 de marzo en horas de la tarde la ciudad permaneció sin electricidad; sin embargo, escribí: El silencio y la oscuridad nocturnos son interrumpidos por luces de patrullas y sirenas.
El Hospital Rosario Vera Zurita de Santa Elena, el único del municipio Gran Sabana, continuó custodiado hasta que salió y fue interrogado el último de los heridos. Su fachada fue remozada al igual que la de la Alcaldía.
Como refugiado, el alcalde depuesto, Emilio González, permanece en Brasil; el cargo fue asumido, a partir del 12 de marzo y hasta que se realicen elecciones, por el presidente del Concejo Municipal, José Gago Barreto, líder local de la organización Tupamaro; a la vez, Nancy Ascencio, exasambleísta del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) fue nombrada por el gobernador, Justo Noguera, protectora del municipio.
El equipo de la protectora culminó el acabado de la imagen de Santa Elena localizada en la entrada de la ciudad, postergado durante casi una década y a cuyo retraso atribuían, algunos místicos, todo lo malo que ocurrió en la localidad durante los años anteriores recientes.
Durante los 75 días del cierre fronterizo el tránsito fluyó y se incrementó a través de las trochas recién abiertas. Se alterna el polvo, el barro, los deslizaderos y en el tramo de la Troncal 10, previo a los atajos, los puntos de control de la GNB y el Ejército. Los trocheros (con alimentos brasileños) y los taxistas (con migrantes venezolanos) coincidían entonces en que los uniformados cobraban un peaje fijo por dejarlos pasar.
En marzo comenzaron clases las escuelas primarias brasileñas y en abril el liceo. Por las fallas de las instituciones venezolanas, más de mil niños, niñas y adolescentes de Santa Elena estudian en Pacaraima. Padres y niños uniformados transitan las picas incluso a pie.
Días antes de que se levantara la barrera, comenzaron a pasar nuevamente los camiones brasileños cargados de alimentos, un tráfico que se inició meses antes del cierre fronterizo; hasta la fecha, la ciudad continúa convertida en un caótico patio de transporte pesado: los conductores estacionan y satisfacen todas sus necesidades en las calles de la ciudad.
La noche anterior al levantamiento del cierre fronterizo, huyó, por la trocha, el mayor José Gregorio Basante, comandante del 5102 Escamoto; hasta hoy se mantiene la suspensión del transporte escolar pagado por la Prefectura de Pacaraima, en beneficio de los estudiantes de Santa Elena. Las autoridades consideraron riesgoso ingresar a territorio venezolano. La mitad de los padres pagamos cerca de $50 mensuales por transporte escolar. Los demás desistieron.
La huida
Comenzaron a salir sin fecha de retorno los habitantes antiguos de esta frontera que hasta hace poco fue segura, tranquila y relativamente próspera. Se fueron -tocados por los recuerdos y los disparos que perturban el silencio nocturno- la taxista, la profesora, los pensionados españoles, la guía de turismo, las artesanas y varios de comerciantes. La guerra violentó su lugar.
Como quienes experimentan un sismo de gran magnitud, los habitantes de Santa Elena vivimos bajo el temor a las réplicas: cada 22 o 23 compramos comida demás y sin mencionar por qué nos guardamos en casa. Al amanecer del 22 de noviembre, los sonidos de mujeres desesperadas y las fotos casi impregnadas de sangre vía WhatsApp dieron parte de lo sucedido en Ikabarú, la capital de la segunda parroquia del municipio, el principal centro poblado de la zona tradicionalmente minera y del Sector 7 del pueblo indígena pemón. El 22 de diciembre se produjo el ataque contra el Fuerte Mariano Montilla a la altura de Luepa; el 22 de enero pasó sin novedades, pero el 22 de febrero nos alcanza con el revoltillo emocional propio de las conmemoraciones a las que se prefiere olvidar.
A la Guardia Nacional y al Ejército Nacional Bolivarianos (GNB y ENB), cuerpos de tradición en esta frontera, se sumaron el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc), el Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin), la Dirección General de Contra Inteligencia Militar (Dgcim), el Servicio de Investigación Penal del estado Bolívar (Sipep) y la Policía del estado Bolívar (PEB). También salió a la calle, con armas largas y de civil, el personal de la Dirección de Seguridad de la Gobernación de Bolívar; casi un año después de que pasó lo que pasó, un día cualquiera de enero de 2020, en apenas 15 kilómetros entre la Aduana Ecológica y el centro de la ciudad, funcionaban seis puntos de control.
Sin embargo, un año después, los civiles salimos para lo elemental. Todavía hay demasiados desechos en las calles; la Alcaldía apenas comenzó a recoger la basura a finales de enero de 2020; demasiados puntos de control; demandando oro, oro, oro en las aceras y vendedores de café, cigarros y otras especies. No hay gasolina, ni podemos ir al río.