Chávez jamás pisó Santa Elena de
Uairén.
Junto a Fidel Castro, estuvo en el
Aeropuerto Internacional a seis kilómetros sobre la vía Santa Elena -Ikabarú;
se reunió con Lula en el Hotel Gran Sabana, a dos kilómetros del centro urbano
y alguna vez visitó el Fuerte Roraima, a cinco kilómetros y medio de la capital
de Gran Sabana. Mas la Plaza Bolívar, la calle Bolívar, la Urdaneta, la Zea, la
Roscio, la Ikabarú, la Lucas Fernández Peña, la Raúl Leoni y las Cuatro
esquinas nunca las pisó. Estas vías jamás fueron arrasadas por el “huracán
bolivariano”.
Pero ahora, un enorme pendón con su
rostro -ya hinchado, con su cabello post quimio y él sujetando y admirando la
réplica de la espada libertadora- cubre el pedestal de jaspe sobre el cual se
encuentra, de pie, el Padre de la Patria.
Al pie del zócalo se marchitan los
claveles, las margaritas, las árnicas, las rosas rojas y blancas, las hortensias,
las heliconias, las calas, los crisantemos, las orquídeas, las aves del paraíso
y los bastones del emperador.
El viernes pasado, las mujeres que
suelen luchar por las mujeres en este pueblo fronterizo a casi 1 500 kilómetros
de Caracas se calzaron temprano y se congregaron en el Hospital “Rosario Vera
Zurita”. Entonces, no celebraron el Día Internacional de la Mujer, sujetaron
una enorme bandera con una de sus manos, las flores con la otra e iniciaron una
marcha con aires de cortejo fúnebre: ojos humedecidos, narices flojas, lentes
oscuros, caras demacradas.
YF lo vio en Macuro y Chávez le cargó
sus “muchachitas”; IR, seguramente, en la juramentación de aquellos primeros
consejos comunales; YH, muy probablemente, en alguna de las graduaciones de la
Universidad Bolivariana de Venezuela. Pero la mayoría jamás lo vio: DR nunca
podía ir para ninguna parte, por su bebé; EW aún está sorprendida por el dolor
que le causó “la muerte de alguien que no era un familiar” y a quien nunca vio
en persona.
El viernes, ya en la plaza, todas
ofrendaron flores solitarias, arrancadas de prisa antes de salir, sustraídas en
algún jardín ajeno. Flores sintéticas incluso.
Es miércoles y alrededor de la estatua
de Bolívar y la imagen de Chávez pican las palomas; entre las coronas, una
chica de uniforme aprovecha la sombra floral para teclear sobre su Blackberry; a un lado de la plaza, los indígenas esperan a un paisano, apuran un
granizado o aguardan por un carro que los lleve de vuelta a su comunidad; al
otro lado, dos mujeres y un niño disfrutan de un helado; el heladero agita sus
campanas para hacerle saber a los otros que está ahí; una viajera, con acento
sureño, ofrece “pudín de pan”; el vendedor de chucherías se guarda en el bolsillo
derecho el pago por una chupeta; los adolescentes, también de uniforme, se
saludan de beso en la mejilla, se contonean, se cortejan, se despiden.
Entonces, sólo una mujer, aquella que
en la hora de la marcha dijo sentirse “viuda”,
se aproxima al Chávez rodeado de flores envejecidas; toca el rostro
fotografiado y ora o simplemente le habla; recoge dos ramas, tal vez las únicas
que aún están verdes, y se va.