Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

miércoles, 22 de junio de 2011

El galpón de Makled

Sólo un yagrumo hay en El galpón de Makled (Fotografía de Morelia Morillo).

La comunidad indígena de Pei Merú -una expresión pemón que se traduce como el salto de las tortugas- se encuentra en Santa Elena de Uairen, justo al borde de la Troncal 10, la carretera que conecta  al oriente venezolano con el sureste profundo y con Brasil. Pei Merú reune apenas una docena de casas de bloques sin friso, de palmas, de tablas, de láminas metálicas.

El Salto, la barriada criolla al otro lado de la vía, concentra a varias docenas de familias venidas de otros pueblos y ciudades del estado Bolívar con la misión de tener vivienda, a pesar del bosque que debieron talar para hacerse espacio.

Pei Merú es la señal de alto levantada por los indígenas ante el avance criollo. Desde hace un tiempo, los habitantes ancestrales de estas tierras responden con ocupación estratégica ante la llegada inesperada de los foráneos.

Diferencias parte, en Pei Merú, en El Salto y en el resto de Santa Elena de Uairen, la capital del municipio Gran Sabana, se vive en paz: poco de inseguridad, poquísimo de tráfico, nada de stress, poca muy pocas malas noticias. “Esto es como estar en otro mundo”, suelen decir algunos.

En El Salto hay un autolavado, una cauchera, una iglesia evangélica y algunas bodegas. En Pei Merú tramitan varios proyectos comunitarios: una bloquera, un Mercal y una carpintería, todos pensados en función del uso de El galpón.

El galpón -una enorme edificación de concreto, con estructura de metal y techo de acerolit-  está aislado de las modestas construcciones indígenas. Con frecuencia, un carro se detiene y entonces alguno de sus ocupantes baja, saluda y pregunta si lo alquilan o venden. Mas la respuesta siempre conecta a la historia de esa construcción hermética a la cual pocos o ninguno de los de Pei Merú han podido entrar alguna vez.

El cuento va así: “El galpón lo allanó la Guardia Nacional hace años. La Guardia encontró 700 kilogramos de droga, de cocaína; ese era de un señor que se lo vendió a otro señor y ese señor se lo vendió a un turco, pero finalmente la ONA (Oficina Nacional Antidrogas) se lo entregó a un tribunal. Nosotros estamos esperando la decisión del tribunal para ocuparlo. Hemos pensado en una bloquera, pero eso hace mucho ruido. Tal vez montamos un Mercal o una carpintería, quién sabe para qué sirve realmente porque nosotros nunca hemos entrado ahí”.

Las comillas son una formalidad de quien escribe para marcar distancia con un relato que es también un colage de versiones recogidas entre los de Pei Merú.


El determinador
En El galpón -ahora rodeado de maleza, y apenas resguardado por un yagrumo encorvado- comenzó la mala racha de Walid Makled, “el turco”.

Makled está recluido en la sede del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin), en Caracas,  acusado por tráfico ilícito de sustancias estupefacientes y psicotrópicas, legitimación de capitales, asociación para delinquir y sicariato en grado de determinador.

A finales de 2004, una comisión de la Guardia Nacional (GN) –seguramente alertada por las lenguas del pueblo en donde poco o nada pasa- allanó El galpón. Al destrabar los inmensos portones, los funcionarios se toparon con 280 toneladas de úrea, una sustancia usada en el procesamiento de la hoja de coca del cual resulta la cocaína.

El hallazgo dio inicio a una investigación que, por lo pronto, condujo a la captura de este hombre al que aspiran juzgar tanto Estados Unidos como Venezuela. Y todo comenzó en El galpón de Pei Merú, del salto de las tortugas, en la apacible Santa Elena de Uairen.

jueves, 9 de junio de 2011

Nuestra nave

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Un mensaje ambiental e interplanetario (Fotografía de Tewarhi Scott).




Él habla pemón, el cartel lo hace en inglés y español  (Fotografía de Tewarhi Scott).


El cartel, colocado de espalda al Bolívar de Santa Elena de Uairen, lo cuenta sin necesidad de palabras: muchos de los de acá, de la Gran Sabana, suelen tener con qué comunicarse al menos en dos idiomas, algunos ser ecologistas -y otros mineros- y, sin asombro, identificarse como “platilleros”.

En el sureste extremo de Venezuela, hay dos idiomas oficiales: el español y el pemón, que es el del pueblo cuyos ancestros ocuparon la zona; con naturalidad, se habla portugués, que es la lengua de los vecinos brasileros y quienes atienden a los turistas deben hacerlo en inglés, al igual que al entablar dialogo con los colindantes guyaneses.

Aunque, en teoría, las minas ilegales están cerradas, sus motores siguen moviendo esta economía, levantando sabanas, revolviendo ríos. Se sabe que, hace apenas unos días, un hombre sacó casi cuatro kilogramos de oro en cochanos en la zona de Zapata, que "compró un Tritón (un camión) y un carro de paseo" y que “ya se está dando la gran vida”. Se llama cochano al oro grueso, en conchas. El gramo de oro cochano supera los 350 bolívares.

Quienes no son mineros son ecologistas y, tal vez por afinidad, también platilleros: en las noches sin nubes, suelen mirar al cielo y escudriñar en él algún platillo volador, una nave que les de noticias de una civilización distinta, quizas más gentil con su ambiente.
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