Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

lunes, 26 de marzo de 2018

Sin autobús y II


Para los ninos, como mi hija, el autobus de  su escuela es parte del espacio escolar, un lugar más para compartir y divertirse. Imagen referencial.

Ayer 26, publiqué el texto que sigue al finalizar la letra cursiva. 
Con respecto a este tema, quiero agradecer la solidaridad y seriedad con la cual la Defensoría Pública del Municipio Pacaraima me recibió a mí y a mi esposo y la atención que recibí del personal directivo de la Escola Municipal "Casimiro de Abreu" en donde se está procurando una solución en beneficio de la mayor cantidad de estudiantes posible. Desafortunadamente, fue nula la participación de otros padres. Expuse el caso en la red social de la que participa la comunidad de Santa Elena de Uairén, cree un grupo en whatsApp y apenas una persona se comunicó privadamente para expresarme su pesar por no poder sumarse a esta causa aún siendo justa. Los demás se limitaron a hacer comentarios, algunos incluso degradantes o supérfluos.
Igualmente, agradezco la solidaridad que recibí de parte de académicos, artistas, periodistas y activistas vinculados al área de los Derechos Humanos en la ciudad de Boa Vista, capital del estado de Roraima, Brasil.
En todos aquellos ante quienes acudí, me encontré con personas responsables y llenas de empatía con respecto a la situación venezolana y en particular con respecto a los ninos y ninas afectados por la situación que relato a continuación. 


Voy a escribir en primera persona porque hay cosas que no se pueden hacer de otra manera: A partir de hoy mi hija Ana Paula Cayena, de ocho años, cursante de tercer grado, inteligente y despierta, ya no tendrá más transporte. Esto, al menos, hasta nuevo aviso.
La semana pasada, el director de la Escola Municipal “Casimiro de Abreu”, de Paraima, Brasil, el profesor Francimar, me notificó, respetuoso e entristecido, identificado con mis lágrimas, que debido al reclamo de un grupo de 38 padres, se iba a dar prioridad a los brasileiros, hijos de brasileiros en el acceso al autobús.
Esos 38 padres, quienes al igual que nosotros (mi familia y yo) viven em Santa Elena de Uairén, en el lado venezolano de la frontera con Brasil, reclamaron ante la Prefectura de Pacaraima su derecho al transporte, destacando su condición de ciudadanos brasileros que pagan impuestos y votan y la Prefectura, como responsable de la Escola “Casimiro de Abreu” accedió al reclamo. Como, aparentemente, no disponen de más presupuesto para pagar un autobús adicional, dejaron a los niños venezolanos y brasileros, pero hijos de venezolanos, por fuera.
Mi hija es brasileira, pero hija de venezolanos, pacaraimense, nacida en el Hospital “Delio Oliveira Tupinamba” de Pacaraima, bilingüe y orgullosa de su condición de ser humano de dos nacionalidades, la de su nacimiento y la de sus padres, es decir ella es también venezolana; desde los tres años estudia em Pacaraima, inicialmente en la Creche Municipal “Primeiros Passos”, después en la Escola Municipal “Alcides Lima” y ahora en la Casimiro, en 10 años votará y pagará impuestos, probablemente en ambos países, pero sus padres somos venezolanos y eso la hace desmerecer, al menos de momento, de su derecho al transporte escolar que presta su escuela.
Yo llegué a esta frontera hace 18 años porque me enamoré de un sabanero, de un nacido en la comunidad indígena de Las Agallas, aunque hijo de criollos y disfruto (al igual que el resto de los míos) de un día a día con un pie en tierra indígena pemón, brasilera y el otro en tierra brasilera y makuxi. No he logrado hacerme con el idioma pemón, pero tengo amigos pemón a quienes amo y respeto, estudio un posgrado en Sociedad y Frontera en la Universidad Federal de Roraima, hablo, leo y escribo portugués con las limitaciones de quien anda en las aguas de una segunda lengua.
Pero en fin, me siento feliz, plena de esta existencia binacional, intercultural y multiétnica y lamento, me duele el alma y me preocupa el percibir que entre los políticos se tomen con ligereza ciertas decisiones, como esta del autobús de los niños de Casimiro que viven en Santa Elena. Decisión tomada, además, en malos tiempos en tiempos en que los venezolanos, como yo, ni siquiera disponemos de dinero para comprar cauchos y batería, por eso nuestro carro sigue parado y en los que se habla de xenofobia como si discriminar a otro ser humano fuera moneda de uso corriente.
En esta frontera, siempre hemos vivido en paz, como vecinos, vamos y venimos de un lado al otro, apenas con las complicaciones propias de un andar en frontera, pero siempre respetándonos y beneficiándonos los unos a los otros, los venezolanos con las ventajas que ofrece el lado brasilero, como las escuelas y los brasileros con las ventajas que ofrece el flanco venezolano, como el CDI o la óptica de los cubanos cuando los hay. La situación venezolana es terrible. A mí a mi familia también nos afecta. Pero seguramente será más llevadera si como vecinos nos ayudamos.

jueves, 22 de marzo de 2018

Agua u Oro

A la fecha, una grama (una expresión brasilera que equivale a un gramo) tiene un valor de Bs. 3.000.000. Con suerte, un hombre o una mujer regresará a su casa, después de un mes de trabajo duro en una mina, con cinco gramas de oro, el equivalente a Bs. 15.000.000, con apenas lo justo para comprar 15.000 litros de agua. Creación fotográfica de Tewarhi Scott.



Hoy es 22 de marzo de 2018.
Discovery en la Escuela recuerda que hoy es el Día Mundial del Agua e inicia su programación con uno de mis paisajes: la cima del Roraima. Yo vivo en la Gran Sabana, un lugar tan hermoso que “la humanidad no merece algo así” (sic. Z.C. Dutka).
Es inconfundible, esa cumbre poblada de formaciones areniscas que lucen oscuras, misteriosas y aún más oscuras y misteriosas entre las nieblas perpetuas que deslizan entre ellas.
El narrador dice que las brisas suben desde las costas hasta estas alturas y al chocar, sobre ese enorme cerro de cresta aplanada, cambian su aspecto de gaseoso a líquido. Ese es el lugar en donde las nubes se deshacen en lluvia.  El drom entonces se asoma desde una cornisa, sobre una caída de casi 1000 metros. Obvio, ya la imagen no es del Roraima, la magia de la imagen nos llevó al Auyantepui, al Salto Ángel y el narrador dice que ese es lugar en donde nacen las aguas que luego corren por los cauces que surcan la Gran Sabana en riachuelos cristalinos, quebradas empedradas y ríos caudalosos hasta regresar al mar y reiniciar el ciclo.
Sin embargo, hoy 22 de marzo de 2018, en Santa Elena de Uairén, la principal ciudad de la Gran Sabana, el sitio en donde nacen las aguas, pocos tienen (tenemos) la dicha de abrir el grifo y tomar agua limpia, de darse (darme) un baño y refrescar el jardín. Mi dicha no llega a tanto, ni siquiera me atrevo a refrescar el árbol de mamón del cual penden las orquídeas. La mayoría debe pagar el agua a un precio apenas inferior al oro que tanto anhelan.
Al día de hoy, un servicio de agua, suministrado por un camión 350, apertrechado con un tanque plástico (1000 litros) sobre su plataforma trasera, se cobra en Bs. 1.000.000. Lo mismo da si quien la compra tiene apenas un par de baldes para llenar, que un tambor de 200 litros o un tanque de 900.  Para quien sólo tiene un tambor de 200 litros, un litro de agua tiene un valor de Bs. 5000. Para quien, por fortuna, tiene un tanque plástico (de esos de colores azul o negro) de 1.000 litros, cada litro de agua tendrá un valor de Bs. 1.000.
Santa Elena está rodeada de ríos y creció sobre un valle de morichales, auténticas lagunas a los pies de un modesto tepui nombrado Akurimá, una expresión pemón que se traduce como el cerro de las arañas rojas. Pero los políticos, que durante años han gobernado estos espacios, se empeñaron en hacerlo crecer propiciando invasiones. Entre 1996 y 2016 se consolidaron al menos 20 barrios caóticos. Desde 2016, la Seguridad Indígena, alertada por las consecuencias de ese crecimiento, de la anarquía y sus mil caras macabras, evitó alrededor de seis ocupaciones de tierras más. Pero las fallas persisten, a pesar de las medidas de control y del nuevo gobierno municipal en sus primeros 100 días.
Corre el tercer mes de 2018. Rige la sequía: las tres fuentes de agua de las que depende la capital de la Gran Sabana, Wará, Merú y la Cuarentenaria son insuficientes y el resto de los ríos y riachuelos que la rodean están infestados de aguas negras o sedimentos mineros.
Santa Elena que para 2011 tenía, de acuerdo con el Censo del Instituto Nacional de Estadística (INE), 26.622 habitantes tiene ahora una población de 43.663 personas, de acuerdo con las estimaciones de la Comisión de Seguridad Indígena del Consejo de Caciques del Pueblo Pemón (2017). Los pemón son los habitantes ancestrales de estas tierras.
Santa Elena creció al margen de toda legislación y todo plan, transformado en destino migratorio gracias a las minas de oro -en una zona en donde casi todos los espacios están protegidos por la ley ya sea por su belleza o importancia ambiental- o atrapados por los muchos negocios que derivan del oro: el cambio de moneda, la compra y venta del mineral amarillo, la prostitución, la venta de gasolina, de alcohol y otras drogas.
A la fecha, una grama (una expresión brasilera que equivale a un gramo) tiene un valor de Bs. 3.000.000. Con suerte, un hombre o una mujer regresará a su casa, después de un mes de trabajo duro en una mina, con cinco gramas de oro, el equivalente a Bs. 15.000.000, con apenas lo justo para comprar 15.000 litros de agua.

jueves, 15 de marzo de 2018

Un palco para un mini mosca





Un |boxeador lidera a 60 venezolanos que viven debajo de una tarima en Pacaraima, la primera localidad brasilera en la frontera con Venezuela. Hasta allá se trasladaron más de media centena de hermanos, primos, vecinos, originarios de El Tigre, Cantaura y San Félix. El primero en llegar al lugar fue Johnatan Luces, un joven de 31 años, boxeador profesional. Esta historia se publicó inicialmente en https://elpitazo.com/ Texto y fotografías: Morelia Morillo Ramos




En Pacaraima, este año no se celebró el Carnaval y el siete de septiembre pasado, Día de la Independencia del Brasil, se celebró en a quadra (la cancha deportiva ubicada cerca de la Prefectura) y no en la avenida inmediata a la fila de hitos ¿La razón? Del Palco Micaraima -bajo el cual alguna vez la banda AraKetú interpretó Mal acostumado- pende solitaria la pera de Johnatan Luces, venezolano, boxeador mini mosca, de 31 años, quien, tras más de 100 peleas como aficionado, saltó a profesional, disputó 10, ganó cinco, perdió cuatro y empató una. Bajo el entablado, habitan Jonatahan, su mujer, cinco de sus hijos y 53 parientes más.
Los festejos de ambas fechas se toparon con la presencia de una familia extendida de venezolanos (al miércoles 21 de febrero de 2018 eran 60 personas) viviendo bajo del Palco, la tarima instalada por las autoridades del municipio para festividades como el Festival Micaraima, una fiesta de Carnaval durante la cual la frontera entre ambos países desaparecía hasta el amanecer. Desde hace un par de años, en Pacaraima, a 15 kilómetros de Santa Elena de Uairén, la última ciudad venezolana hacia Brasil, cientos de venezolanos viven en las calles.
Johnatan llegó a Pacaraima el 15 de enero de 2017, espantado por la crisis y el llanto de sus hijos. “Yo me perdía de ahí (de su casa, en El Tigre, a 818 kilómetros de esta frontera) porque no quería escuchar a mis hijos llorando porque a veces eran las dos de la tarde y no habían desayunado.”. La beca que recibía por su desempeño como atleta ya no le alcanzaba y de poco servían sus destrezas como albañil. Según cifras de la organización universitaria Encovi, 64,3% de la población venezolana perdió un promedio de 11 kilos en 2017
Llegó con un cuñado y un primo. Entonces, cuando habla pareciera que se refiere a un tiempo remoto, sobraba el trabajo para un muchacho delgado, pero fuerte y dispuesto a emplearse como caletero o en alguna construcción. Durante los primeros días, los tres dormían en el Centro Comercial de la calle Suapí, pero, poco después, alquilaron un lugar para compartir y con regularidad le enviaban dinero a la familia.
Luego, empezaron a llegar cada vez más venezolanos, a producirse atracos, robos, muertes, asesinatos de brasileros a manos de venezolanos, de venezolanos a manos de brasileros, asesinatos entre gente venida de un mismo lugar, entre hermanos gemelos, a escasear las ayudas, las donaciones de comida, de ropa, de medicamentos, el empleo, los tres perdieron la capacidad de alquilar y se refugiaron bajo del Palco Micaraima.
De acuerdo con la Policía Civil de Pacaraima, citados por la Folha Web, entre enero y diciembre de 2017 se registraron 1.100 crímenes de diversos tipos, 774 más que en 2016.
“Vamos a decir que todos los venezolanos somos culpables. Porque todos somos iguales para ellos. Yo antes me molestaba cuando los escuchaba hablando de los venekas -un vocablo utilizado por los brasileros para llamar a los venezolanos peyorativamente- pero ahora me quedo callado porque es verdad muchos están haciendo cosas malas”, dice Johnatan, quien asegura que un boxeador profesional no puede fajarse a puños en la calle. 
“Mi cuñado y mi primo se fueron para Boa Vista. Yo me sentía solo y le dije a mi esposa que se viniera”. Johnatan es el más antiguo de los venezolanos que viven bajo de la tarima, un grupo de 40 hombres, 10 mujeres, cinco de ellas embarazadas y 10 niños, dos ellos nacidos en Pacaraima. Todos aquellos en edad escolar no escolarizados porque no cuentan con documentos. En realidad, su hermano es el encargado del lugar porque “tiene carácter” y consigue que el resto del grupo mantenga el sitio lo más limpio y organizado posible. Pero cuando él no está, como ahora, durante la penúltima semana de febrero, Johnatan, favorecido por la antigüedad, asume el rol de líder.

Estuvieron a punto de morir envenenados
No le han tocado días fáciles. Desde hace 15 días, falta tanto el trabajo remunerado, que sólo a veces consiguen lo suficiente para comer. A comienzos de esta semana, dos de ellos consiguieron emplearse un día, cobraron y compraron cuatro kilos de arroz. Como no tenían sal, un tío fue a casa de un amigo y pidió un puñado. Cuando comenzaron a cocinar, les extraño ver que incluso antes del primer hervor el agua se tornaba amarillenta y espumosa. “Mis hijos no querían comer y yo les decía que tenían que comer. El amigo le dijo a mi tío ‘agarra ahí’. Mi tío no se dio cuenta y trajo polvo de ese que usan para limpiar pocetas. Esa niña que usted ve ahí. Esa se vino parando hoy”, relata señalando a su hija de no más de nueve años.
El 21 de febrero, el grueso del grupo (tres de las familias comen y cocinas aparte) compartió, pasadas las 10:00 de la mañana, una enorme bolsa de pan salado, acompañado con algo de café hecho a la leña. Aunque tienen bombonas de gas, no consiguen reponerlas, ni en Venezuela porque no hay, ni en Brasil porque el llenado es muy costoso. Llenar una garrafa de 5 kilogramos cuesta 50 reales el equivalente a 1 millón 500 mil bolívares. Como el viento sopla fuerte, los cocineros derriten, sobre los listones, los restos de un carro de juguete plástico a manera de combustible.
El lugar, bajo el entarimado, eventualmente transformado en techo, está dividido en 10 pequeños espacios, llamados por sus ocupantes buguis. En cada bugui habita una familia o varios primos o vecinos solteros. Cada grupo guarda ahí sus enseres y reserva un sitio a manera de dormitorio. Johnatan y su mujer tienen un colchón, que recibieron poco antes de que ella diera a luz al más pequeño de los hijos, nacido en Pacaraima, pero hasta entonces dormían sobre cartones para protegerse del frío que emana el suelo. Todo el recuadro bajo la tarima está cerrado con plástico negro. Johnatan cuenta que durante las noches y al amanecer el frío es muy intenso. El lugar donde habitan se encuentra a no más de 10 metros de la fila de hitos que separa a Brasil y Venezuela. Frente a una sabana inmensa y despejada que forma parte del territorio heredado de la comunidad indígena pemón de San Antonio del Morichal.
            Todos consiguen el agua que necesitan para tomar, cocinar o asearse en el parque ubicado al frente del terreno que ocupan o en casa de alguno de los vecinos. Se bañan en el mini baño fabricado con madera y plástico y hacen sus necesidades en el campo.
Johnatan sabe que los días de él y su familia bajo el Palco Micaraima están contados. En diciembre pasado, la Prefectura quiso desalojarlos, pero una orden de la Defensoría Pública del Estado (DPE) impidió el desalojo, según reseño la Folha. El boxeador cuenta que cuando las autoridades brasileras los visitaron y les pidieron que se retiraran, él y los suyos les imploraron por un tiempo más para reunir algo de dinero y conseguir un alquiler.
Varios de ellos tienen sus casas en sus sitios de origen, pero se niegan a regresar.  Al contrario, siguen llegando parientes desde El Tigre, Cantaura y San Félix. “El Tigre está fatal no se consigue nada, ni comida ni trabajo (…) Lo que uno gana en una semana, lo gasta en un día para comer. Un kilo de arroz cuesta 280 a 300 mil bolívares. (…) Yo lo que espero es que se acomode el país, que salga ese gobierno y que el sueldo del venezolano alcance para uno darle algo digno a nuestros hijos”.
 Poco antes de las once de la mañana, una camioneta de la Policía Federal Rodoviária da una vuelta alrededor de la tarima. Simplemente, dan la vuelta y se marchan. “Ellos siempre vienen”, comentan los cocineros mientras colocan sobre el fogón un pedazo de goma espuma.
En unos días llegará el papá de Johnatan, quien además es su entrenador. Quiere volver al ring. “Llegar a ser alguien grande, ser conocido”.

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