Un |boxeador lidera a 60 venezolanos que viven debajo de una tarima en Pacaraima, la primera localidad brasilera en la frontera con Venezuela. Hasta allá se trasladaron más de media centena de hermanos, primos, vecinos, originarios de El Tigre, Cantaura y San Félix. El primero en llegar al lugar fue Johnatan Luces, un joven de 31 años, boxeador profesional. Esta historia se publicó inicialmente en https://elpitazo.com/ Texto y fotografías: Morelia Morillo Ramos
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En Pacaraima, este año no se celebró el Carnaval y el
siete de septiembre pasado, Día de la Independencia del Brasil, se celebró en a quadra (la cancha deportiva ubicada
cerca de la Prefectura) y no en la avenida inmediata a la fila de hitos ¿La razón? Del Palco Micaraima -bajo el cual alguna vez la
banda AraKetú interpretó Mal acostumado-
pende solitaria la pera de Johnatan Luces, venezolano, boxeador mini mosca,
de 31 años, quien, tras más de 100 peleas como aficionado, saltó a profesional,
disputó 10, ganó cinco, perdió cuatro y empató una. Bajo el entablado, habitan
Jonatahan, su mujer, cinco de sus hijos y 53 parientes más.
Los festejos de ambas fechas se toparon con la
presencia de una familia extendida de venezolanos (al miércoles 21 de febrero de
2018 eran 60 personas) viviendo bajo del Palco, la tarima instalada por las
autoridades del municipio para festividades como el Festival Micaraima, una
fiesta de Carnaval durante la cual la frontera entre ambos países desaparecía
hasta el amanecer. Desde hace un par de años, en Pacaraima, a 15 kilómetros de
Santa Elena de Uairén, la última ciudad venezolana hacia Brasil, cientos de
venezolanos viven en las calles.
Johnatan llegó a Pacaraima el 15 de enero de 2017, espantado
por la crisis y el llanto de sus hijos. “Yo me perdía de ahí (de su casa, en El
Tigre, a 818 kilómetros de esta frontera) porque no quería escuchar a mis hijos
llorando porque a veces eran las dos de la tarde y no habían desayunado.”. La
beca que recibía por su desempeño como atleta ya no le alcanzaba y de poco
servían sus destrezas como albañil. Según cifras de la organización
universitaria Encovi, 64,3% de la población venezolana perdió un promedio de 11
kilos en 2017
Llegó con un cuñado y un primo. Entonces, cuando habla
pareciera que se refiere a un tiempo remoto, sobraba el trabajo para un
muchacho delgado, pero fuerte y dispuesto a emplearse como caletero o en alguna
construcción. Durante los primeros días, los tres dormían en el Centro
Comercial de la calle Suapí, pero, poco después, alquilaron un lugar para compartir
y con regularidad le enviaban dinero a la familia.
Luego, empezaron a llegar cada vez más venezolanos, a
producirse atracos, robos, muertes, asesinatos de brasileros a manos de
venezolanos, de venezolanos a manos de brasileros, asesinatos entre gente
venida de un mismo lugar, entre hermanos gemelos, a escasear las ayudas, las
donaciones de comida, de ropa, de medicamentos, el empleo, los tres perdieron
la capacidad de alquilar y se refugiaron bajo del Palco Micaraima.
De acuerdo con la Policía Civil de Pacaraima, citados
por la Folha Web, entre enero y diciembre de 2017 se registraron 1.100 crímenes
de diversos tipos, 774 más que en 2016.
“Vamos a decir que todos los venezolanos somos
culpables. Porque todos somos iguales para ellos. Yo antes me molestaba cuando
los escuchaba hablando de los venekas
-un vocablo utilizado por los brasileros para llamar a los venezolanos peyorativamente-
pero ahora me quedo callado porque es verdad muchos están haciendo cosas malas”,
dice Johnatan, quien asegura que un boxeador profesional no puede fajarse a
puños en la calle.
“Mi cuñado y mi primo se fueron para Boa Vista. Yo me
sentía solo y le dije a mi esposa que se viniera”. Johnatan
es el más antiguo de los venezolanos que viven bajo de la tarima, un grupo de
40 hombres, 10 mujeres, cinco de ellas embarazadas y 10 niños, dos ellos
nacidos en Pacaraima. Todos aquellos en edad escolar no escolarizados
porque no cuentan con documentos. En realidad, su hermano es el encargado del lugar
porque “tiene carácter” y consigue que el resto del grupo mantenga el sitio lo
más limpio y organizado posible. Pero cuando él no está, como ahora, durante la
penúltima semana de febrero, Johnatan, favorecido por la antigüedad, asume el
rol de líder.
Estuvieron a punto de morir envenenados
No le han tocado días fáciles. Desde hace 15 días,
falta tanto el trabajo remunerado, que sólo a veces consiguen lo suficiente
para comer. A comienzos de esta semana, dos de ellos consiguieron emplearse un
día, cobraron y compraron cuatro kilos de arroz. Como no tenían sal, un tío fue
a casa de un amigo y pidió un puñado. Cuando comenzaron a cocinar, les extraño
ver que incluso antes del primer hervor el agua se tornaba amarillenta y
espumosa. “Mis hijos no querían comer y yo les decía que tenían que comer. El
amigo le dijo a mi tío ‘agarra ahí’. Mi tío no se dio cuenta y trajo polvo de
ese que usan para limpiar pocetas. Esa niña que usted ve ahí. Esa se vino
parando hoy”, relata señalando a su hija de no más de nueve años.
El 21 de febrero, el grueso del grupo (tres de las
familias comen y cocinas aparte) compartió, pasadas las 10:00 de la mañana, una
enorme bolsa de pan salado, acompañado con algo de café hecho a la leña. Aunque
tienen bombonas de gas, no consiguen reponerlas, ni en Venezuela porque no hay,
ni en Brasil porque el llenado es muy costoso. Llenar una garrafa de 5
kilogramos cuesta 50 reales el equivalente a 1 millón 500 mil bolívares. Como
el viento sopla fuerte, los cocineros derriten, sobre los listones, los restos
de un carro de juguete plástico a manera de combustible.
El lugar, bajo el
entarimado, eventualmente transformado en techo, está dividido en 10 pequeños
espacios, llamados por sus ocupantes buguis. En cada bugui habita una familia o
varios primos o vecinos solteros. Cada grupo guarda ahí sus enseres y reserva un sitio a manera de
dormitorio. Johnatan y su mujer tienen un colchón, que recibieron poco antes de
que ella diera a luz al más pequeño de los hijos, nacido en Pacaraima, pero
hasta entonces dormían sobre cartones para protegerse del frío que emana el
suelo. Todo el recuadro bajo la tarima está cerrado con plástico negro.
Johnatan cuenta que durante las noches y al amanecer el frío es muy intenso. El
lugar donde habitan se encuentra a no más de 10 metros de la fila de hitos que
separa a Brasil y Venezuela. Frente a una sabana inmensa y despejada que forma
parte del territorio heredado de la comunidad indígena pemón de San Antonio del
Morichal.
Todos consiguen el agua que necesitan para tomar, cocinar
o asearse en el parque ubicado al frente del terreno que ocupan o en casa de
alguno de los vecinos. Se bañan en el mini baño fabricado con madera y
plástico y hacen sus necesidades en el campo.
Johnatan sabe que los días de él y su familia bajo el
Palco Micaraima están contados. En diciembre pasado, la Prefectura quiso
desalojarlos, pero una orden de la Defensoría Pública del Estado (DPE) impidió
el desalojo, según reseño la Folha. El
boxeador cuenta que cuando las autoridades brasileras los visitaron y les
pidieron que se retiraran, él y los suyos les imploraron por un tiempo más para
reunir algo de dinero y conseguir un alquiler.
Varios de ellos tienen sus casas en sus sitios de
origen, pero se niegan a regresar. Al contrario,
siguen llegando parientes desde El Tigre, Cantaura y San Félix. “El Tigre está
fatal no se consigue nada, ni comida ni trabajo (…) Lo que uno gana en una
semana, lo gasta en un día para comer. Un kilo de arroz cuesta 280 a 300 mil
bolívares. (…) Yo lo que espero es que se acomode el país, que salga ese
gobierno y que el sueldo del venezolano alcance para uno darle algo digno a
nuestros hijos”.
Poco antes de
las once de la mañana, una camioneta de la Policía Federal Rodoviária da una
vuelta alrededor de la tarima. Simplemente, dan la vuelta y se marchan. “Ellos
siempre vienen”, comentan los cocineros mientras colocan sobre el fogón un
pedazo de goma espuma.
En unos días llegará el papá de Johnatan, quien además
es su entrenador. Quiere volver al ring. “Llegar a ser alguien grande, ser
conocido”.
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