Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Repatriar un cadáver cuesta 1200 reales



Afortunadamente, consiguieron el dinero y pronto. Por convenio entre las autoridades de salud de ambas fronteras, se estableció un plazo de 48 horas para el retiro de los cadáveres. Foto: Cortesía


Corre la primera semana de octubre y, aún con el trago amargo en la garganta, los familiares de la joven motorizada deben abandonar el Hospital General de Boa Vista y volver a Maurak para juntar entre familiares y amigos 22 mil bolívares o el equivalente a 1200 reales.

Maurak una comunidad pemón fundamentalmente adventista se encuentra aproximadamente a 15 kilómetros de Santa Elena, la capital de Gran Sabana. La muchacha iba a bordo de una moto cuando fue embestida por la muerte. Moribunda dio la batalla.

Seguramente, de inmediato la llevaron al Hospital “Rosario Vera Zurita”, el único hospital venezolano de esta frontera, pero -por algún motivo- fue referida al lado brasilero de la raya.

Probablemente, ameritaba de un especialista, de una tomografía, de exámenes específicos de laboratorio, de la corrección de alguna fractura compleja o del soporte vital que brinda la terapia intensiva. Nada de eso lo hay en el centro de salud venezolano. Tampoco ambulancia.

La trasladaron en la unidad de Salud Indígena hasta Boa Vista, Brasil, a 250 kilómetros de la raya. Allá se dio por vencida.

Entonces, comenzó el cuarto acto de la historia: la búsqueda desesperada de los 1200 reales.Luego, volver a Maurak para juntar la plata. Correr hasta los trocadores de La Planta. Cambiarla a reales. Y, entonces sí, tomar el primer por puesto con destino a la capital de Roraima y cancelar los trámites, los gastos funerarios y el traslado.

Afortunadamente, consiguieron el dinero y pronto. Por convenio entre las autoridades de salud de ambas fronteras, se estableció un plazo de 48 horas para el retiro de los cadáveres. De lo contrario, los servicios de atención brasileros tendrán la potestad de sepultarlos.

Entre enero y los primeros 10 días de octubre  murieron  23 venezolanos procedentes de comunidades ancestrales de la Gran Sabana en alguno de los hospitales roraimenses. Para volver a casa, con su cadáver, los familiares de cada uno debieron cancelar 1200 reales.

Al día de hoy, los venezolanos compran electrodomésticos; los brasileros se abstienen de viajar a Santa Elena; el real sube. Si algún venezolano, pemón o no, muriera hoy en Boa Vista, Brasil, sus familiares tendrían que cancelar en reales el equivalente a 27 600 bolívares por concepto de gastos funerarios y papeleos. Sólo así el cadáver podría regresar a la patria.




jueves, 31 de octubre de 2013

A Roraima sin cordura

Un guía contó que, vio a la mujer sin nombre bajo la lluvia tan sólo cubierta  por una “bolsita plástica”. Foto: Carmen de Simone

A mediados de agosto, la mujer sin nombre cambió su ruta habitual, de Santa Elena de Uairen a Villa Pacaraima, la primera localidad brasilera de cara a Venezuela y se enrumbó hacia el Roraima, hacia el tepuy en donde se solapan los confines de Venezuela, Brasil y Guyana.

Seguramente, se coló entre los cientos de vehículos que aguardaban en la antigua Estación de Servicio Texaco. Pasó frente al Terminal Internacional de Pasajeros. Anduvo la comunidad de Wará y franqueó –inadvertida- el Punto de Control Fijo de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) conocido como “La Guillotina”.

Alguien la vio sobre la Troncal 10, a la altura de Agua Fría, a 20 kilómetros de Santa Elena, la remota capital del municipio Gran Sabana, en el extremo sureste venezolano. La Troncal 10 es un sendero pavimentado bordeado por sabanas y morichales.

La mujer sin nombre pudo andar  más de 100 kilómetros, a su paso, extraviándose en las miradas ajenas, parando a tomar agua de río, durmiendo tal vez en las churuatas a borde de carretera en Agua Fría, en Jaspe, en Mapaurí, en Yuruaní.

Hay quienes creen que le dieron la cola,  uma carona, pero en realidad su cabello era demasiado sucio, su piel demasiado curtida por el sol y la mugre, su olor insoportable.

Quienes eso creen argumentan que debió pasar en un carro porque, aun sin nombre, logró colarse sobre el siguiente Punto de Control Fijo de la GNB  en San Ignacio de Yuruaní.

Al llegar al cruce de Peraitepuy, debió recorrer los escasos metros planos y encarar la pendiente de granza roja; tal vez, durmió a cielo abierto, se empapó bajo la lluvia y se secó al sol, hasta que sin guía, ni botas, ni sombrero, ni morral de acampar traspasó la comunidad.

Un guía la avistó sobre los 22 kilómetros que llevan desde el asentamiento a la base. Le advirtió que era riesgoso hacer la expedición así: sin carpa, sin sleeping, sin comida, pero ella se hizo lo que era, una loca de parque y siguió hacia la cima.

Otro guía, la vio cruzando el Tek, crecido y con corriente. “Casi se la lleva”, recordó. “Casi se ahoga”. Así que dejó sus turistas en manos de quien le servía de acompañante y la agarró con fuerza. Ella se aferró a la vida. Lo miró a los ojos y le dejó claro que había decidido ir a morir en Roraima, que ese era su problema y de nadie más. Él, simplemente, la dejó seguir.

Llegó a la cumbre alrededor del 21 de agosto, en plena temporada alta.

“Yo vine aquí a morirme, en este sitio”, le dijo a los turistas que intentaron persuadirla de que bajara con ellos. “Yo soy brasilera, vengo de las minas y aquí arriba hay diamantes”, les decía.

Se les presentaba de noche, deambulando entre las carpas. Pero tan pronto como comía y bebía volvía a extraviarse en ese mundo pre histórico, frío, fantástico, de grietas y de neblina.

Una noche más tarde, volvía a aparecer como un espanto inmundo, desandando entre venezolanos, alemanes, japoneses, ingleses y les imploraba frazadas y comida. 

Casi en shock, un guía contó que, a pesar del frío, vio a la mujer sin nombre bajo la lluvia tan sólo cubierta  por una “bolsita plástica”. A la intemperie, a 2 810 metros de altura. Se estremecía.

Alguien sugirió bajarla en helicóptero, pero Protección Civil (PC) argumentó que una persona en su condición no puede volar. Si bien ella jugaba a planear desde las paredes del tepuy.

Once días después, otro guía y su grupo, el hambre y el frío la obligaron a caminar de vuelta. En Peraitepui, una comisión del Centro de Coordinación Policial Gran Sabana, adscrita a Kumarakapay, la subió al cajón de la camioneta pick up y la trasladó amarrada de pies y manos.

La llevaron a Villa Pacaraima. Entonces, las autoridades aseguraron que, aunque efectivamente hablaba el portugués, no era brasilera. Presumieron, por su color, que se trataba de una ciudadana proveniente de un país africano de habla portuguesa.

Se dice que de Brasil volvió por los caminos verdes. Dos días más tarde, la mujer sin nombre, sin nacionalidad, sin cordura, volvió a vagar por la Gran Sabana. Deambulaba entre las comunidades de San Valentín de Chirik Merú, Los Moriches y Kamaiwá, tres asentamientos pemón localizados entre Santa Elena y la línea limítrofe que separa a Venezuela de Brasil.

Dormía al borde la vía, sobre los espacios despejados para la inserción de la fibra óptica de respaldo, envuelta absolutamente en una cobija de Ben 10.

Se levantaba sobre las siete y comenzaba a merodear en un trecho de no más de dos kilómetros, como en un callejón sin salida: a veces, sobre el hombrillo, a veces, sobre los bordes, a veces, como obligándose a caminar pisando la línea entre los canales de ida y de vuelta.

Los de PC intentaron repatriarla: adelantaron gestiones en el Consulado Brasilero en Santa Elena, acudieron a la Casa de la Mujer Migrante en Pacaraima, publicaron varias notas de prensa en los diarios regionales con corresponsalías en la localidad a ver si, por gracia divina, alguien la identificaba o le ofrecía una salida. Nadie logró identificarla.

Al final de la tarde, arrastrando la frazada, la mujer -cada vez más mugrienta- llegaba hasta la panadería de Brisas del Uairén, en busca de pan o de algo de dinero. “Espere afuera”, le indicaban y ella salía sin resistirse.

El 24 de diciembre de 2013, seguramente, lo pasó como de costumbre: sola, entre San Valentín y Kamaiwá; muy probablemente, en los alrededores de la panadería, devorando un pedazo de pan de jamón, divagando entre las docenas de vehículos brasileros que paran frente al hipermercado chino, entre los muchos carros venezolanos que se detienen frente la dutty free y, finalmente, volviendo a su sitio. Se dijo que, ya en Kamaiwá, y casi de noche, la mujer comenzó a andar sobre la raya central, recibió el impacto de un vehículo y la embestida de otro que venía en dirección contraria. Debió morir instantáneamente.

Tránsito Terrestre determinó su muerte por arrollamiento y depositó el cadáver en la pequeña morgue del Hospital “Rosario Vera Zurita”, una habitación con media docena de cavas y capacidad para aguantar los despojos insepultos por no más de dos o tres días. Mientras los familiares de los fallecidos llegan. Mientras los que llegan resuelven.

Pero nadie llegó. Entonces, aún sin vida, la mujer sin nombre y sin nacionalidad, o tan solo su cuerpo, inició una nueva historia de soledad y abandono. Ni el Ministerio Público venezolano, ni el Consulado Brasilero aceptaron responsabilizarse por unos restos sin identificación.

El 30 de diciembre, se decidió ejecutar un entierro sanitario. Pero ni en el cementerio ni en la Alcaldía había quien abriera el hoyo y además faltaba la urna.

Corría el tres de enero cuando el Ayuntamiento entregó la caja funeraria y comisionó una cuadrilla para que participara del sepelio.

Sin tardanzas, los jefes del Distrito Sanitario y de Salud Indígena Municipal se ocuparon de lavarla y vestirla con algunas prendas donadas, con ropa grande porque era alta y fornida. Quizás por eso, por su contextura fuerte y enjuta, quienes mil veces la vieron comentaban que se trataba de un hombre. Decían que era un indigente transformista. Mas, efectivamente, aunque buena parte del pueblo dudara de su feminidad, ella era mujer.

Uno de los médicos que examinó el cadáver supuso que  el consumo de alguna droga debió estimular el crecimiento de bellos en su mentón y en la parte baja de su vientre.

Quienes la asearon y la trajearon se impactaron ante los cayos, casi suelas, de sus pies. Las durezas comenzaban a despegarse a causa del frío de la morgue. A ellos les dio tristeza, ganas de llorar, recordaron a sus muertos recientes.

Finalmente, de limpio y en una caja de excelente apariencia, el cuerpo de la mujer sin nombre y sin nacionalidad, sin documentos y sin vida volvió al cajón de una pick up, tan blanca como la patrulla policial que la detuvo en Peraitepuy.

En el Cementerio de Manak Krü, la comunidad indígena pemón aledaña a Santa Elena, la esperaba su sitio definitivo. Los obreros abrieron la fosa, bajaron el féretro y lo cubrieron con esa mezcla de arena y grava propia de la Sabana.


Nadie oró. Nadie lloró. Un buen hombre le deseó el descanso eterno. “Murió como vivió, sola y punto”, dijo al relatar aquello. Nada diferencia el lugar en donde fue enterrada porque, en definitiva, nadie supo su nombre.





  

martes, 17 de septiembre de 2013

Kathe y David corren por la naturaleza





Lucen agotados, aunque satisfechos, plenos, llevan ropa desteñida, zapatos muy planos y rotos, pero, hoy, tercer martes de septiembre de 2013, reciben dos pares de zapatillas nuevas en una de las oficinas de envíos de Santa Elena de Uairén. Fotos: Tewarhi Scott y Morelia Morillo

“Estamos de regreso a nuestra antigua casa (nuestro velero) de 80 años en Uruguay y extraordinariamente sigue flotando”, escribió Katherine en su blog el 19 de diciembre pasado.

El 27 de julio de 2012, mientras en Londres comenzaban los Juegos Olímpicos, David y Katherine Lowrie, ingleses, casados, se calzaron sus zapatillas, dejaron su hogar, un viejo velero en el que habían navegado durante cuatro años y echaron a correr.

¿El reto? Completar los 8 000 kilómetros que, según estimaron inicialmente, separan La Patagonia, en Argentina, del Mar Caribe, de Carúpano, en Venezuela.

Ahora, ya saben que, al momento de mirar el mar de Sucre, frío y verdoso, habrán recorrido 10 400 kilómetros, 2 400 000 metros más de lo pensado.

El micro video de aquella partida en medio de una tormenta de nieve en Cabo Froward, el punto más austral del continente, muestra a Kathe y a David con algo más de peso, sonrientes, rozagantes, a paso suave, saludando, intentando correr (o al menos deslizar sin caer) sobre el hielo patagónico.

En cambio, para el tercer martes de septiembre de 2013,  lucían agotados, aunque satisfechos, llevaban ropa desteñida, zapatos muy planos y rotos y la esperanza de que ese día recibirían dos pares de zapatillas nuevas enviadas por uno de sus patrocinadores hasta Santa Elena de Uairén, la última ciudad venezolana hacia el sureste profundo del país, la capital del municipio Gran Sabana.

En la ruta, se levantaban temprano, desayunaban, recogían campamento y salían “para meter kilómetros” antes de que el sol calentara demasiado;  rodaban hasta completar, según el contador que ella llevaba en su muñeca derecha, un promedio de 32 kilómetros al día. A veces, llegan a 38. Excepcionalmente, a 56.

Antes, eran corredores aficionados, se entrenaban más bien poco, comenzaron a hacerlo con constancia en Uruguay, en caminos muy planos; ya en tránsito, se toparon con enormes pendientes.

Cada ocho mil metros, se turnaban la carrucha en donde trasladaban sus mosquiteros, sus sobre techos, un par de hamacas, aislantes, bolsas de dormir, algo de ropa y comida.

Entretanto, tomaban agua o algo caliente. Ya repuestos, se ajustaban el carruaje hecho con un cuadro y dos ruedas de bicicleta y seguían. Hasta completar los siguientes ocho.

Llevaban protector solar, lentes, unos aparejos hechos de tela sobre las manos y la cabeza y marchaban en contra de la circulación vehicular. Hasta superar la línea ecuatorial corrieron con el sol sobre sus narices, luego se alegraban de que este siguiera tras sus pies. La pastilla que tomaron para protegerse del paludismo o malaria humana los hizo más sensibles al sol.

Poco antes de que cayera la noche, ubicaban un sitio en donde armar campamento: dos aislantes sostenidos mediante tensores y una pequeña habitación hecha de mosquitero verde y hacían cena.

De acuerdo con las tablas, durante el mega trayecto debían consumir al menos 4 000 calorías por día y lo hacían, a la carta, en cada uno de los lugares que visitaron. En Brasil, mucha carne y Feijão (frijol). Ganaron peso y energía. En todo momento, aguacates y cambur para mantener el potasio a tono.

Cada noche, después de cenar, se sentaban a documentar lo vivido, a contarle a sus seguidores y amigos acerca de las bellezas, de las maravillas, de los muchos paraísos extremos de Suramérica, de la diversidad y riqueza que aún sobrevive en lo más recóndito. Del tucusito, del oso palmero, de la alpaca.

Después, colgaban esos relatos y esas imágenes en su sitio web www. 5000mileproject.org y luego, casi a cielo abierto, se echaban a dormir; a veces, en un jardín; a veces, en la sabana despejada; a veces, en un claro de selva; a veces, en un predio agrícola.

Dormían casi a la intemperie: les gustaba escuchar a los animales, al viento, a la lluvia.

En su memoria, persistirá La Patagonia, su inmensidad intacta, “los seres humanos no la han destruido todavía”,  y el Sur de Chile, lleno de vida; de Bolivia les impresionó la sonrisa fácil de su gente, la calidez, la capacidad para compartir sin medidas desde la pobreza.

De Brasil, los impactó el orgullo patrio de la gente común, cualquiera les hablaba de la grandeza del país, de la importancia de su idioma, de los muchos recursos naturales, de su vasto territorio. También la desolación de la BR 319 que recorrieron desde Porto Velho a Manaus. Veían un par de carros al día. Corrían sobre un callejón a través de la selva.

De Venezuela, se llevaron la imagen de la Troncal 10, a través de la Gran Sabana, custodiada por un ejército de luciérnagas, la amabilidad de la gente, su generosidad.
Con el apoyo de las fundaciones que auspiciaron su muy particular cruzada esperan comprar un par de sitios en La Patagonia y en Bolivia para, simplemente, dejarlos así, como reservas.

Llegaron a Venezuela un viernes, poco antes de caer la noche, a través de la Aduana Ecológica de Santa Elena de Uairén, ansiosos por recorrer la Gran Sabana; de muchos viajeros habían escuchado que se trataba de un lugar maravilloso y querían verla, recorrerla, pero sentían temor a la inseguridad: a la violencia reflejada en los medios o en los cuentos de otros transeúntes.

Por los hechos de violencia de los que habían escuchado, leído, durante sus primeras horas en Venezuela, les inquietaba saber si podrían correr, recorrer los últimos 2 400 kilómetros de su ruta, andar hasta alcanzar el Caribe, Carúpano, el final de su largo periplo.

En algunos lugares de Argentina fueron rechazados por ser británicos, los choferes disminuían la velocidad para mostrarles antiguas heridas de bala, de armas blancas; al llegar a las zonas selváticas, les advertían que podían ser mordidos por mortíferas serpientes y que en Venezuela los violarían. La precaución se transformó en pánico. “Hasta consideramos atravesar Venezuela en ómnibus (autobús) y recuperar los kilómetros después. Al fin de cuentas nuestro objetivo es correr para llamar la atención sobre el estado de la naturaleza, no ofrecernos como víctimas”, admitió Kathe en su bitácora.

Sin embargo, Venezuela y su gente los sorprendieron: en Santa Elena, ocuparon como propio el jardín de una familia que los adoptó como tíos; sobre la Troncal 10, fueron sorprendidos por el frenazo de un rústico y, en lugar de atracarlos, sus ocupantes les entregaron un par de sándwiches de huevo; sin peticiones ni explicaciones previas, recibieron dinero para la cena, piña picada y jugosa para calmar la sed; en la ruta hacia El Dorado, durmieron en casa de una familia arawak; en Guasipati, fueron recibidos como héroes por un grupo de ambientalistas que les dio casa, comida y un itinerario plagado de amigos hasta coronar la meta: perfectos desconocidos que los esperaban para garantizarles un techo, un plato caliente, cariño, compañía y la oportunidad de compartir su experiencia con las escuelas.

Al regresar a su país, divulgaron su gesta, llamaron la atención con respecto a la preservación del ambiente y, como si fuera poco, corrieron 10 kilómetros para festejar junto a sus seguidores londinenses.

A futuro, quieren tener un terreno con gallinas y vacas, pero saben que “es difícil” conseguir espacios disponibles; quieren estar cerca de los sobrinos, ser padres.

“Somos biólogos y nos encanta la naturaleza y queremos mostrar que con pasos pequeños es posible hacer grandes distancias”, dijo David en Gran Sabana.


Llegaron a Carúpano el 20 de octubre de 2013. La foto, tan anhelada,  los muestra dándose un beso.

viernes, 23 de agosto de 2013

Pemón en Barcelona




En uno de los pendones informativos de la exposición, el grupo agradece el modesto aporte de lascronicasdelafrontera.blogspot.com

Desde el 17 de agosto, Alexánder Hernández y su equipo exponen una muestra de los testimonios del expedicionario Félix Cardona i Puig, sus predecesores y acompañantes en Malgrat de Mar, municipio ubicado al norte de Barcelona, España.

Cardona i Puig, resalta la reseña de los expositores, recorrió el Orinoco entre las décadas de los 20 y 60, convivió con los indígenas en una relación de respeto por sus valores y forma de vida, documentó sus idiomas, usos y costumbres, trazó mapas, recopiló especies de la fauna y la flora e hizo importantes hallazgos de maravillas de la naturaleza que aún no habían sido vistas por los ojos occidentales.

En Catalans a l´Orinoco. 100 anys d’aventura científica (Catalanes en el Orinoco. 100 años de aventura científica) participación tanto las autoridades de esa localidad  como el Museu Etnològic de Barcelona (Museo Etnológico de Barcelona).

La exhibición  junta material etnográfico, piezas de cestería, cerámica y una variedad de utensilios que Cardona fue empleando y recopilando en sus expediciones. Hernández se comunicó con lascronicasdelafrontera.blogspot.com y lo apoyamos en la identificación y definición de algunas cestas y otros objetos utilitarios de uso común.

Ahora, en uno de los pendones informativos de la exposición, el grupo lo agradece. Gracias a ustedes por llevar tan lejos las imágenes y cultura de la Gran Sabana, por contar sobre los Pemón en Barcelona.
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