Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Chávez sobre el jaspe



Un enorme pendón con su rostro -ya hinchado, con su cabello post quimio y él sujetando y admirando la réplica de la espada libertadora- cubre el pedestal de jaspe sobre el cual se encuentra, de pie, el Padre de la Patria.Fotografías: Morelia Morillo


Chávez jamás pisó Santa Elena de Uairén.
Junto a Fidel Castro, estuvo en el Aeropuerto Internacional a seis kilómetros sobre la vía Santa Elena -Ikabarú; se reunió con Lula en el Hotel Gran Sabana, a dos kilómetros del centro urbano y alguna vez visitó el Fuerte Roraima, a cinco kilómetros y medio de la capital de Gran Sabana. Mas la Plaza Bolívar, la calle Bolívar, la Urdaneta, la Zea, la Roscio, la Ikabarú, la Lucas Fernández Peña, la Raúl Leoni y las Cuatro esquinas nunca las pisó. Estas vías jamás fueron arrasadas por el “huracán bolivariano”.
Pero ahora, un enorme pendón con su rostro -ya hinchado, con su cabello post quimio y él sujetando y admirando la réplica de la espada libertadora- cubre el pedestal de jaspe sobre el cual se encuentra, de pie, el Padre de la Patria.
Al pie del zócalo se marchitan los claveles, las margaritas, las árnicas, las rosas rojas y blancas, las hortensias, las heliconias, las calas, los crisantemos, las orquídeas, las aves del paraíso y los bastones del emperador.
El viernes pasado, las mujeres que suelen luchar por las mujeres en este pueblo fronterizo a casi 1 500 kilómetros de Caracas se calzaron temprano y se congregaron en el Hospital “Rosario Vera Zurita”. Entonces, no celebraron el Día Internacional de la Mujer, sujetaron una enorme bandera con una de sus manos, las flores con la otra e iniciaron una marcha con aires de cortejo fúnebre: ojos humedecidos, narices flojas, lentes oscuros, caras demacradas.
YF lo vio en Macuro y Chávez le cargó sus “muchachitas”; IR, seguramente, en la juramentación de aquellos primeros consejos comunales; YH, muy probablemente, en alguna de las graduaciones de la Universidad Bolivariana de Venezuela. Pero la mayoría jamás lo vio: DR nunca podía ir para ninguna parte, por su bebé; EW aún está sorprendida por el dolor que le causó “la muerte de alguien que no era un familiar” y a quien nunca vio en persona.
El viernes, ya en la plaza, todas ofrendaron flores solitarias, arrancadas de prisa antes de salir, sustraídas en algún jardín ajeno. Flores sintéticas incluso.
Es miércoles y alrededor de la estatua de Bolívar y la imagen de Chávez pican las palomas; entre las coronas, una chica de uniforme aprovecha la sombra floral para teclear sobre su Blackberry; a un lado de la plaza, los indígenas esperan a un paisano, apuran un granizado o aguardan por un carro que los lleve de vuelta a su comunidad; al otro lado, dos mujeres y un niño disfrutan de un helado; el heladero agita sus campanas para hacerle saber a los otros que está ahí; una viajera, con acento sureño, ofrece “pudín de pan”; el vendedor de chucherías se guarda en el bolsillo derecho el pago por una chupeta; los adolescentes, también de uniforme, se saludan de beso en la mejilla, se contonean, se cortejan, se despiden.
Entonces, sólo una mujer, aquella que en la hora de la marcha  dijo sentirse “viuda”, se aproxima al Chávez rodeado de flores envejecidas; toca el rostro fotografiado y ora o simplemente le habla; recoge dos ramas, tal vez las únicas que aún están verdes, y se va.
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