Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

viernes, 27 de agosto de 2010

La suerte incierta de los mestizos

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Una escultura inconclusa de nuestra patrona vela por nosotros (Fotografía de Tewarhi Scott).

Ch y R llevan cinco años juntos. Ella es indígena pemón y él mestizo. R es hijo de una mujer pemón con un hombre no indígena o criollo.

Ch y R vivieron en una habitación con entrada independiente y luego pasaron una temporada en donde la mamá de él. Ahora,  arriendan una casa en Kewei.

Ninguno de sus primos o hermanos pemón, casados con pemón, saben lo que es mudarse lejos del hogar materno y mucho menos alquilar o comprar casa.

Al casarse, los jóvenes pemón apenas si migran de una a otra comunidad. Tal vez, prueban suerte en otra. Tal vez, apuestan a la mina. Pero regresan al sitio familiar, al conuco, a sus costumbres, al amparo de sus ancianos, a lo conocido, a lo seguro y  ahí pasan el resto de la vida, sin mayores alteraciones.

Es un asunto de pureza. R no es puro.

Kewei es el barrio más grande de Santa Elena de Uairén, la capital municipal y la única población con mayoría criolla en el inmenso municipio Gran Sabana.

A Kewei se le conocía como La invasión, dado su origen fechado a mediados de los noventa. Pero a alguien se le ocurrió que era prudente rebautizarlo con el vocablo indígena Kewei, tal y como el río que bordea la zona y así se quedó.

Es un barrio como muchos otros de Venezuela: por radio, sus vecinos imploran agua potable; en invierno, reclaman que las casas se anegan por falta de drenajes y, en verano, que los ahoga la polvareda; denuncian que la vialidad están acabando con sus carros y que no hallan qué hacer con la basura.

En Kewei viven criollos, brasileros, guyaneses e indígenas como Ch. Ella es de lejos y arriesgó su derecho a vivir en una de las comunidades cercanas a Santa Elena el día en que se unió -“se metió a vivir”, dirían acá- con un mestizo.

En la Gran Sabana, son mestizos los hijos de indígena con un criollo o criolla. El término no es despectivo. Cuando el objetivo es deshonrar a los mestizos, entonces se les llama  “media sangre”.

Probablemente para resguardar sus tierras ancestrales, el Consejo de Ancianos de Wará, una comunidad indígena ubicada a menos de un kilómetro de Santa Elena, ordenó (a comienzos de 2009) la ocupación de la cara este del cerro Akurimá y allá mandaron a vivir a los casados con mestizos o criollos.

Para ellos fue un golpe de suerte, pues en Santa Elena ya escasean los terrenos donde construir. Casi todo es tierra indígena o parque nacional.

Andrés Gómez -así se llama la barriada mestiza- creció sobre un médano de arenas grises. Sólo las calles fueron rellenadas con granzón rojo. Las bases de las viviendas debieron abrirse paso y afianzarse en el arenal.

Sobre la arena –y de espaldas a la escultura inconclusa de la patrona del pueblo- todos los vecinos construyen de prisa, como si temieran perder el terreno ganado. Ellos saben que la suerte no siempre está de su lado.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Elena, pero no santa

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Este texto se publicó originalmente en el número 4 de la revista Marcapasos (septiembre 2007) y se reeditó en la antología Se habla venezolano (Editorial Punto Cero, marzo 2010). Hoy volvemos a compartirla por ser el día de santo y cumpleaños de la señora Elena.  Fotografía de Morelia Morillo.

La de (Luisa) Elena Fernández Peña no es una historia común. Siendo su primogénita, inspiró a su padre, el controvertido Lucas Fernández Peña, el fundador de Santa Elena de Uairén, a nombrar el último pueblo al sureste del territorio venezolano, al menos a 18 horas de Caracas y a 15 minutos de Brasil. Su semblanza es a su vez la de una localidad que, de desde mediados de los noventa, viene dejando de ser un lugar sagrado, el destino perfecto para quienes atraviesan la paradisíaca Gran Sabana sobre la Troncal 10, para transformarse en una singular Babel.


. Es viernes de mercado y Santa Elena de Uairén está a reventar. La venta es en la calle Roscio. Desde las cinco de la tarde del jueves hasta bien pasado el mediodía del viernes, el circuito en torno al cual creció este pueblo minero –decretado después puerto libre, con pretensiones de refugio para turistas aventureros – es intransitable.
Por decreto presidencial vigente las minas son cada vez menos; el puerto libre es aún un concepto abstracto: muy pocas compañías tienen sus licencias al día y la suerte de quienes se dedican al turismo se mece en un subibaja que se mueve según las noticias que acerca del país se publican en el extranjero o los recursos de los viajeros nacionales.
Hoy, como ningún otro día de la semana, las aceras y las calzadas de la capital de la Gran Sabana son un colage de razas, de nacionalidades, de culturas: En la Roscio, los indígenas pemón venden los productos del conuco, pero cada vez el mercado es menos de indígenas y más de buhoneros, mercaderes de todo tipo de mercancía venidos de cualquier parte del país y de artesanos del mundo. En las otras calles, los brasileros –favorecidos por el cambio, sobre los 1.700 bolívares por real– compran por docenas las sillas plásticas y se disputan con los locales los productos de la cesta básica; los turistas extranjeros apenas se percatan del hervidero, tan poco parecido a la sabana de las postales, al paraíso protegido por el sector oriental del Parque Nacional Canaima o al hippy Paují.
En Santa Elena abundan los carros. No hay transporte colectivo, así que la mayoría se gana el pan “taxiando” y hay casi tantos taxis como personas con bocas que alimentar. (Manuel de Jesús Vallés, el alcalde actual, fue taxista). La otra gran fuente de ingresos es la venta doméstica de gasolina. A los revendedores del combustible, a punta de chupadas y escupitajos, se les conoce como “talibanes”. Al norte o al sur de los hitos, las ofertas de los contrabandistas brasileros rondan los mil bolívares por litro.
Esta es la Santa Elena de la última década, un caos que crece hacia el fin de semana.
Hoy, viernes de mercado, (Luisa) Elena Fernández Peña y su hermano José Jesús salen de uno de los más concurridos de la docena de supermercados del pueblo y van a otro sobre las Cuatro Esquinas –el cruce a partir del cual se extendió la pequeña ciudad y el centro de operaciones de los “trocadores” que a viva voz ofrecen dólares o reales–. Regresan a casa con las manos vacías.
Ella es la mujer que inspiró a su padre a nombrar el sitio que se convertiría en el último pueblo al sureste del territorio venezolano: Santa Elena de Uairén. También para él, su primer nombre (Luisa) pasó desapercibido, como entre los paréntesis. Ella, con ochenta y siete años, no soporta el bullicio de este pueblo que nada tiene que ver con el paraíso de sus recuerdos: unos pocos indígenas, mucha neblina, mucho verde, mucha agua cristalina y una casa llena de hermanitos.
. Elena Fernández lleva sombrero de paja, lentes oscuros, blusa estampada, collar de falsas perlas, anillo de graduada y prendedor de opaca pedrería. Su cabello y sus cejas van retocados y si su dentadura no es la que Dios le dio a simple vista luce sana y auténtica. El sombrero es mera costumbre de los que han vivido a la intemperie. Está nublado, a ratos llovizna. Astuta y de carácter fuerte, seguramente sabe que esa prenda de copa modesta y ala amplia le suma reciedumbre y por eso pasa de largo sobre las críticas de Isabel, la cuarta de la dinastía, quien se empeña en que se descubra, en que recuerde, en que hable, en que cuente, en que calle. En presencia de Isabel, Elena es más bien reservada.
Lucas Fernández Peña nació en El Baúl, estado Cojedes. Recorrió los confines venezolanos, por el extremo sureste, en 1921. Las versiones, acerca de sus motivos para internarse en estas tierras (entonces al margen de la justicia terrenal) no son pocas, si bien pocas le favorecen tanto como la de su hija mayor.
Culpable o no, en la memoria de su Elena, Fernández Peña es un héroe. Cuenta que su padre era un nacionalista y que fue esa (y no otra) la razón por la que ubicó en ese primer viaje los alcances del territorio patrio. Relata que en su prima aventura “papá” no consiguió en la zona más que indígenas pemón y que a su regreso, dos años más tarde, lo sorprendió la bandera inglesa sobre el cerro Akurima –voz pemón que se traduce como el sitio de las arañas rojas– y los indígenas balbuceando el idioma de los colonizadores adventistas.  “Defendió el territorio nacional sin matar gente, sin golpear a nadie. Les dio 24 horas para que se fueran”.
Elena asegura que fue así como su padre controló la situación. Izó el pabellón tricolor y fundó Santa Elena, inicialmente su casa, luego parte del municipio Sifontes del estado Bolívar y desde 1989 la capital del municipio Gran Sabana. Inocente o no, el vicario apostólico del Caroní, monseñor Diego Nistal, lo recomendó como policía de fronteras. Fernández P. era el único criollo en el Alto Caroní. Durante años, el cargo fue suyo.
Lugar de cazadores de fortuna, en la localidad la historia de Elena y del pueblo es tarea obligada en alguna escuela o un dato reservado a los fisgones.
. “La casa de los Fernández Peña” se encuentra en la vía que une Santa Elena de Uairén con la comunidad indígena de Manak-Krü, casi al frente de la Residencia Presidencial _un caserón de piedra y tejas por donde han pasado los presidentes de la República de antes y el de ahora en sus visitas a esta frontera_ y a metros del templo levantado por los capuchinos (1950) y que hoy es también la Catedral. (Si hay buen tiempo, Elena va a misa de ocho los domingos).
En casa casi todo es como antes. Elena sigue viviendo en una pequeña colina, desde donde se ve todo pero al margen de las miradas forasteras. Vive en la calle que alguna vez fue nombrada con sus apellidos, que después llevó el nombre del misionero Nicolás de Cármenes y que finalmente tomó (como opción intermedia) el del laico general Urdaneta. Una vivienda rural de las tantas concebidas por la democracia venezolana de los setenta como parte de la guerra contra la malaria. Está construida  –a la sombra de un mango antiguo– sobre el terreno en el que ha vivido toda la vida; dos de sus hermanos son sus vecinos: José Jesús, sus hijos y nieto a la izquierda e Isabel en el bahareque de la derecha. . “Aquí estamos las dos hermanitas: felices, ella con sus matas y yo con mis animalitos”, sonríe Elena.
Entre las residencias de ambas, sobreviven de pie los cuatro palos del hogar paterno y humea la cocina de leña en la que Elena, con la ayuda de un par de diligentes indígenas, guisa res, pescado y arvejas; hace las infusiones de citronella y toronjil que, junto al ayuno frecuente, preservan su buena salud y el café, que sirven en el pocillo de porcelana empotrada en acero inoxidable reservado para la visita, cada vez más esporádica. Elena teme que sus amigos la olviden.
En esos terrenos está también el peladero que dejó el potrero del jefe del clan y un museo que se empeña en levantar, sin mayores recursos, la mayor de sus hijos. “Esto (la Sabana) alguna vez fue mar y mi papá consiguió muchos fósiles. Le voy a guardar sus cositas. Quiero resguardar su memoria porque la gente habla muchas cosas que no son”.
Las enramadas de orquídeas, las empalizadas que protegen las rosas, una diezmada bandada de gallinas, los ocho patos, los catorce gatos, Plutón, un perro malhumorado, un río y cinco vacas. Elena ama la naturaleza: “Los animales avisan lo que va a pasar y el que no sabe eso no sabe nada”
Al otro lado de la cerca de alambre de púas, que separa la colina de los Fernández Peña de la calle Urdaneta, Santa Elena sigue a su ritmo, una cadencia mestiza de reguetón, fogó, llaneras, vallenatos; mineros, “talibanes”, invasores, pequeños empresarios turísticos, ecologistas. Un camión pasa a toda velocidad. Elena calla y cierra sus ojos como si quisiera olvidarse de eso en lo que se ha convertido la aldea que su familia comenzó a poblar y que ahora tiene quince mil habitantes, en la que empiezan a asustarla el hampa y los “desconocidos”. “Yo antes salía, se hacían fiestas, pasaban invitaciones formales y uno iba con la familia, pero todo ha cambiado”. A Elena le gusta el pasodoble y eventualmente un güisqui para mantener su hipertensión a raya.
Está impactada por las noticias que escucha por la radio sobre lo que pasa al otro lado de su alambrada, por los rumores de atracos nocturnos en la Troncal 10, la carretera que une a Santa Elena con el resto del país. “Dicen que bajan a la gente, que los desnudan, que les quitan todas sus pertenencias ¿Qué está pasando con mi Sabana? eso nunca se había visto, este era el lugar más tranquilo del mundo”.
. El domingo amaneció nublado y ella prefirió resguardarse en casa. Pero el lunes la conseguí leyendo la Pequeña Biblia frente al fogón. Elena se levantó tan rápido como pudo y de nuevo me llevó al porche; apenas entreabrió la puerta –marcada con una calcomanía de esas que dicen “Aquí somos católicos, amamos la virgen…”– para sacar un par de sillas de mimbre y entonces, para mi sorpresa, me invitó a pasar.
El discreto recibidor, en perfecto orden, está tapizado de fotos de familia: de Lucas Fernández Peña con sus hijas, de Lucas Fernández Peña con un par o un trío de nietos, de Lucas Fernández Peña con al menos una docena de sus descendientes, todos de mirada profunda, serena, lejana. Todos con las facciones de él y muchos con el color arcilloso de la madre. “El era hombre blanco”, acota Elena. Sobre un atril están los rostros jóvenes del padre y su esposa María impresos en una escudilla de plata peruana.
Los Fernández Peña son una casta unida por la sangre de su padre, que con María Josefa, un indígena waika con la que contrajo nupcias el once de octubre de 1931, tuvo diez hijos, y otros diecisiete con otras dos mujeres del lugar. Los veintisiete se conocieron y se quisieron, o al menos se aceptaron y respetaron como hermanos; todos, con sus apellidos o no, reivindican su vínculo con el fundador de Santa Elena. Hace poco murió Gilberto: el mayor de los varones fue sepultado en el cementerio familiar, en plena sabana. Elena lleva el luto por dentro.
Los venaditos de porcelana sobre la mesa de centro, el busto de Bolívar en yeso y tonos ocres, los reconocimientos, una cocina sin rastro de uso, tres enormes tinajas rojas que sirven para almacenar el agua de tomar y la fotografía de un avión que ella identifica como un DC3. “El primero que voló a esta zona, costaba cincuenta bolívares el pasaje”.
Fueron muchos los aviones que tocaron estas fronteras desconocidas. Elena conoció a Jimmy Angel, el aviador norteamericano, el descubridor oficial del Kerepakupai Meru (Salto Angel).  Con él sobrevoló Roraima. Elena se asustó, pero pronto recobró el aliento. “Era el primer vuelo de Angel desde Santa Elena. Para mí fue algo grandioso: ver al mundo bajo los píes de uno y uno volando como un ave”. Elena se enamoró de los aviones, de los viajes y nombró a Angel su padrino.
“Era gordo y amable, al igual que su esposa. Ellos acampaban aquí en el patio porque el señor Jimmy trabajaba con papá en registros fronterizos. La señora siempre me traía muñecas, pero yo ya estaba grande y como ella veía que no me emocionaba me preguntó ¿Te gustan las revistas?”
Más tarde, Lucas Fernández Peña pasó a ser el jefe de aeropuerto y Elena su secretaria; tras el retiro del viejo, Elena lo sucedió en el cargo, de ahí salió jubilada. “Ella fue la primera mujer jefa de aeropuerto de Latinoamérica”, presume su hermano el morocho Juan Miguel. Elena viajó a Caracas para entrenarse en el Ministerio de Transporte y Comunicaciones. La ciudad le pareció muy bella. La visitó varias veces. “Veía las luces de Caracas como estrellas preciosas”.
En dos oportunidades cruzó el continente rumbo a  Estados Unidos, en donde reside su hermana Diana, casada “con uno de la Nasa” y hoy viuda. “Tanto que me hablaban de que esa gente era déspota, pero yo no vi sino la cultura, la educación”. Paseó por Los Ángeles, Seatle, San Francisco y Las Vegas. Pero en Alaska se asustó mucho porque vio toneladas de hielo. Elena no hizo si no recordar su pueblito, su casita, su lugar.
. Porque ella creció en casa. Tenía diez años cuando llegó a la Sabana la Misión Capuchina, que primero se estableció sobre el Akürima y a los días se mudó a una habitación que Fernández Peña, para entonces policía, les cedió. Elena empezó a estudiar, llegó a sexto grado. Se expresa con propiedad y absoluta corrección. A Elena le gusta leer historia de Venezuela.
La mayor de los Fernández Peña nunca se casó. ”Era muy exigente, muy celosa (…) Quedé inmunizada contra el amor”. Tal vez, vivió muy de cerca el sufrimiento de su madre ante las andanzas de su padre, las desilusiones de sus amigas ante los deslices de sus maridos. Su último pretendiente fue un alemán, un comprador de oro y diamantes de la zona de Ikabaru, una de las localidades mineras más pujantes durante la última mitad del siglo pasado. Pero a él, como a los anteriores, al verle “un punto” (un defecto) lo despachó con anillos (de matrimonio) timbrados inclusive.
Le hubiera gustado tener sus “muchachitos”, pero si bien Dios no le dio hijos el diablo la hizo tía de medio pueblo. Uno de esos sobrinos me confió que su tía adoptó, sin más trámite que el cariño, al hijo de una de las indígenas que le hacen compañía. “Es muy delicada y a él le permite lo que nunca nos permitió a nosotros: acostarnos en su cama”.
Ezequiel Andrés, su ahijado de once años, hizo la primera comunión a mediados de junio; sino llueve, la acompaña a la misa los domingos y los viernes al mercado.
Jesús De La Torre, encargado de la Educación Religiosa Escolar del Vicariato Apostólico del Caroní, asegura que Fernández Peña designó como Santa Elena a su sitio familiar. Los capuchinos llamaron San Francisco de Uairén a su misión, en las cercanías del río Uairén. Y en Caracas, a más de mil quinientos kilómetros, alguien fusionó el lugar de origen de la correspondencia fronteriza en una opción intermedia, diplomática: Santa Elena de Uairén. De la canonizada epónima hay una estatua inconclusa en la entrada del pueblo. Y en el río Uairén agua contaminada.

domingo, 15 de agosto de 2010

“Barrabás”, el gran diamante

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Muchos diamantes ha dado la Gran Sabana, a pesar de las diversas y estrictas figuras de protección ambiental que prohíben la actividad minera en esta zona, pero ninguno tan nombrado como el “Barrabás”: su historia y la del hombre que lo extrajo son un relato entre la realidad, la fantasía, la memoria y el olvido


Ese día, de 1942, James “Barrabás” Hudson, “Támbara” y “el Indio” Solano amanecieron como de costumbre: hambrientos, más desesperados por un cigarro que por un plato de comida, fijos en la idea de dar con un diamante y sin un céntimo.

Fumaron y corrieron a donde el bodeguero en busca de algo de comer. Al otro lado del mostrador, Gilberto Dale no sucumbió. Todavía, hace poco, en una de las pulperías de la mina El Polaco hay uno de esos carteles que indican: “Hoy no fió, mañana sí”.
                                       
 “A las dos o tres la tarde, de un barranco, en la planada de El Polaco, ya tenían el diamante; eso se hizo voz pública y todo el mundo salió a ofrecerles”, recordó Federico Sáez, dos veces alcalde de la Gran Sabana, en el sureste profundo de Venezuela. Gilberto Dale, un norteamericano, se transformó en el representante de los nuevos ricos.

Sáez llegó a la Gran Sabana en mayo de 1942. “Yo tenía 18 años, nos echamos 37 días de Tumeremo a Santa Elena de Uairén”,  hoy el recorrido se completa en cinco horas.

Como él, 59 personas y 60 bestias cargadas subieron la escalera de Sierra de Lema, caminaron las inmensas sabanas con vista al Roraima, al Kukenan y superaron las aguas del Yuruani, del Kukenan, del Uairén.

“Aquí sólo había un carro y era de la misión, un Jeep rojo recuerdo”. Al llegar, varias de las mulas, caballos, burros y bueyes fueron vendidos a los brasileros, los demás continuaron cargados de mercancía hacia La Patria, La Faizca, La Esperanza y El Polaco. “En esta última mina, tuve la dicha de conocerlos a los tres”.

De El Polaco a Nueva York
En 2007, El Polaco era el hogar de ocasión de aproximadamente 300 personas.

El pueblo ocupaba las islas de arena y granza entre las lagunas dejadas por las intervenciones del río Surukun. Desde el aire era un área devastada, rodeada de selva.

Había varias bodegas y una venta de víveres de la Misión Mercal. La escuela estaba pintada de un azul oscuro aceitoso y apenas si tenía cristales en sus ventanas. Las calles eran de tierra y las casas de zinc. Casi todas las barracas poseían antenas de televisión satelital. La basura vagaba a la intemperie.

En 2007, en El Polaco, ya no quedaba ninguno de los contemporáneos de aquellos tres. Algunos se fueron tras las bullas, que es como ellos llaman al mágico en que la tierra “echa” cochanos o piedritas brillantes. Otros murieron. Muchos víctimas del paludismo o curtidos de leishmaniosis, de llagas bravas.

.“¿Qué si era muy grande? ¡Tenía el tamaño de una cebolla pequeña!  Pesaba 155 quilates”, gritó Otto Escalante, un comprador de diamantes local, mientras que entre sus dedos índice y pulgar simulaba un rombo.

“Estoy seguro de que las piedras que pasan de un quilate son algo excepcional”.

“Támbara me contó que, cuando lo consiguió, él dijo éste es el fenómeno de El Polaco y lo puso aparte,  pero él y el Indio Solano, que eran dos muchachos,  tenían la duda de si era o no un diamante”. Lo lanzaban al aire, lo dejaron a un lado y siguieron trabajando.  Barrabás, en cambio, volvió al corte, al final de la jornada y rescató la piedra.

Angélica Miranda, una de las mujeres con más años en el sector, una enfermera jubilada, diabética, natural de Ciudad Bolívar, capital estadal, lo recordó: “Era un trompo bellísimo, que lo ponían a bailar así. Lo cierto es que hay una mata de guama y ahí, debajo, un hueco en el que él (Barrabás) se consiguió la piedra”.

El guamo permanece casi suspendido en el aire. Del subte, por donde puede cruzar una persona, habría salido el “Barrabás”, camuflado en su aspecto blanquecino, lechoso.

“De ahí, del hoyo bajo el guamo, se fue pa' Santa Elena. Lo agarraron unos, se lo llevaron pa' Caracas y le entregó la piedra a unos más vivos. Dicen que en una mesa de 13 personas le dieron un martillazo a la piedra. Todo el mundo agarró y el Barrabás se quedó sin nada, nunca vio dinero porque lo que necesitaba se lo daban. Lo que tenía eran más deudas que cualquiera”, relató Miranda.

Se dice que, en Caracas, los mineros y su representante hicieron negocios con la Casa Harry Winston de Nueva York; que la joyera fraccionó la piedra en tres pedazos y que uno de ellos recibió el  nombre de Libertador; otro habría parado en manos del actor Richard Burton y luego en el dedo de su amada de ojos violeta,  Elizabeth Taylor.

Taylor lo habría lucido por primera vez en un baile benéfico en el Principado de Mónaco. Diez años más tarde, la construcción de un hospital en Bostwana, la llevaría a venderlo en 3 millones de dólares. Donó todo.

Los mineros habrían recibido alrededor de 200 mil bolívares, un monto que apenas les dio para pagar las deudas heredadas del frenesí y alargar los días de bonanza y relajo.


De vuelta
Juvenal Gil, un hombre que al sonreír expone un par de caninos de oro, conoció a “Barrabas” Hudson en Ikabaru, a 120 kilómetros de Santa Elena. “Barrabas” llegó con algo de dinero y el deseo de emprender un negocio o hallar una nueva piedra.

“¿Qué si lo conocí?  Este pueblo se fundó en 1948 y yo llegué aquí con seis años. Claro que lo conocí. Era un negro altote, medía casi dos metros y le gustaba jugar barajas, amanecía jugando. Yo le vendía chocolate caliente. Trabajé con él en la mina. Aquella vez el devengó unos 100 mil bolívares. Se casó con Erasma Almeida, tuvo un hijo que llegó a ser general de la Fuerza Armada. Aquí vivió con la señora Fernanda Rueda”.

En Ikabaru, Barrabás se encargó de La Orchila, un prostíbulo.

“Yo trabajé con Barrabás y la señora Fernanda en La Orchila, él  vendía cervezas y ofrecía mujeres venezolanas, colombianas y brasileras a los mineros de Ikabarú. Era negro, negro. Se le veían los ojos nada más y, cuando se reía, los dientes de oro. Ya para ese entonces no tenían nada”, contó Ernesto Vergiano, un pemón de Parkupik.
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De La Orchila queda una casucha con techo de zinc, revestida con pintura de aceite azul. Los apartados, hechos de madera y bloque, desparecieron.

“Después se quedó solo y se fue a vivir en su casita de la Calle El Dorado, en Tumeremo”, mencionó Juvenal Gil.


De Miraflores a Upata
El sitio web del Municipio Sifontes, del cual es capital Tumeremo, destaca, que en esa ciudad vivió James Hudson, “quien encontró el diamante más grande conocido hasta ahora, del tamaño de un huevo de gallina, al que se le dio el nombre de Libertador, vendido en 150 mil dólares, tallado y fragmentado se dice que es hoy una de las joyas de la Reina de Inglaterra”.

En Tumeremo, todos tienen algo que decir: Que lo invitaban de casa en casa y de taguara en taguara. Que Medina Angarita (el gobernante de aquel entonces) lo invitó a Miraflores. Que asistió con sombrero de pajilla. Que cambió el caballo por un carro negro enorme. Que se casó con una muchacha de buena familia y tuvo con ella un negrito al que llamaban “la piedra de Barrabás”. Qué si Támbara también se casó y alquiló un avión de Aeropostal para gozarse su luna de miel de pueblo en pueblo.

En la calle El Dorado se encuentra la Plaza La Mina, cuya figura central -barbado, bajito, de sombrerito, con pala, batea, suruca y perro- se supone es Barrabás, pero a Pedro Vallés, nativo de Tumeremo, le resulta irreconocible.

“El era un negro altote y este es blanco y  bajito. Era un hombre muy risueño, que se echaba unas carcajadas durísimo, como si fuera sordo. Fíjate que el perro parece una cebra. Yo siempre me pregunto quién sería el escultor y por qué no le puso el tabaco”.

“Una vez vinieron unos periodistas, nos pusieron a llenarnos de barro y nos filmaron. Después volvieron y le trajeron unos reales. Con eso montó la taguarita”, relató.

Barrabás pasó sus últimos años en la calle El Dorado, en una casa de bahareque y techo metálico, que entonces era una venta de cerveza y ron, nombrada La Fortuna y ahora una licorería identificada como Los Chaguaramos.

“Yo vi morir a Barrabás, eso debe haber sido en 1992. Prestaba servicios en el área curativa del Gervasio Vera Custodio de Upata”, recordó Asdrúbal Bonalde,  enfermero del Hospital Rosario Vera Zurita de Santa Elena.  Upata es la capital del municipio Piar.


“Si mal no recuerdo, sufría un problema respiratorio, tendría más o menos 80 años. Yo no sabía quién era, pero los compañeros me hablaron de él. Lo acompañaba un amigo. No tenía ni para comprar los remedios, murió en la inopia”.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Samuel y las tigras se despedirán en BV8

Las tigras albinas fueron donadas a un zoológico brasilero (Fotografía de Yirla Bolívar).
Pasando la Aduana Ecológica de Santa Elena de Uairén, la alcabala de la Guardia Nacional (GN), los uno, dos, tres, cuatro reductores de velocidad y la plaza de las banderas, en plena línea fronteriza, se pisa Villa Pacaraima.

Pacaraima o BV8 es la localidad fronteriza brasilera. Se le conoce así porque se encuentra sobre el hito identificado con ese código.

Es sencillo llegar allá: “Abra la maleta”; “Si, como no”; “Siga”. Quienes vivimos acá hacemos el trayecto al menos una vez a la semana. Vamos y retornamos. Hay quienes cruzan de un pueblo al otro y no vuelven jamás. Chablí y Tará no volverán. Samuel aún no sabe qué hará cuando se despida de las tigras.

Samuel es el domador del Circo Tihany. Chablí y Tará son dos tigras albinas de bengala. Los tres viven, desde hace un mes, frente a la Aduana brasilera.

Ellas fueron donadas a un zoológico del Brasil. Él espera que se las lleven y hacer una nueva vida. Vive entre felinos desde los siete años. Ya tiene cuarenta. Dice que quiere una mujer, un hogar, parar de viajar. Pero, por lo pronto, su vida es de ese par de hembras absorbentes, posesivas.

Les limpia su jaula; les descongela y sirve cuatro pollos crudos dos veces al día. Cada una devora, con vísceras y patas incluidas, dos a mediodía y dos al final de la tarde. Les da agua; las asea; las acaricia; juega con ellas; las pasea; de tarde en tarde, se zambulle de cabeza en la boca de una de las fieras, tal y como lo hiciera en sus noches estelares bajo la enorme carpa del Tihany.

Samuel lleva el bindi, un lunar de polvo rojo que entre otras cosas representa sabiduría oculta, energía, poder de concentración. “Soy puro de corazón, de lo contrario, ellas saltarían sobre mí”.


Sin hacer ruido, el trío se apartó de la caravana que partió rumbo a Puerto Ordaz (Ver Tihay vino y se fue, publicado el 9 de julio de 2010). Ellas son dos tigras albinas de bengala nacidas en México. Él es un malayo, de acento mexicano. Ellas son Chablí y Tara. Él lleva un nombre tan largo, tan difícil de recordar, que ante los occidentales prefiere presentarse como “Samuel”.

Comparten un trailer blanco con vista a la vía internacional que comunica a Brasil y Venezuela. Ellas viven en el área rodeada de barrotes cromados. Él vive en el mismo trailer, pero a un costado de las jaulas.

Ellas se mueven como lo que son, como tigras enjauladas: rugen; se abandonan en el piso; vuelven a andar; se sientan cual esfinges, reservadas enigmáticas; se incorporan; lanzan un zarpazo para espantar a los curiosos que cada vez son más. “Não ponha a mão na grade” ¡Doações aquí!”, advierte una hoja arrancada de un cuaderno.

Él va de un metro al otro de su refugio. Ahí están su dormitorio, su cocina, su baño, su depósito, su biblioteca, su estar, su oficina y su sitio sagrado, en donde conviven deidades hindúes con la Virgen de la Chiquinquira.

“Yo soy su domador, yo las cuido, yo las alimento, yo todo; para que el animal pueda enamorarse de mí y yo pueda entender todo lo que le pasa”. Él es su todo, está con ellas desde que nacieron en una finca mexicana hace nueve años. Ellas, también lo son todo para él. Tuvo una novia. Una hermosa mujer de circo que a ratos se asoma a la pantalla -hecha trizas- de su laptop.

“Jugando, como si pelearan, ellas movieron el trailer y rompieron mi computadora (...) Ella era mi novia, nos separamos porque quería dejar de viajar, que yo dejara los animales”, cuenta sin reparar en la analogía.

En un mes más, les tocará el turno a él y a las tigras. Ellas irán a un zoológico, a algunos de los tantos ubicados en el enorme Brasil ¿Él? No sabe a dónde irá.
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