Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

jueves, 31 de octubre de 2013

A Roraima sin cordura

Un guía contó que, vio a la mujer sin nombre bajo la lluvia tan sólo cubierta  por una “bolsita plástica”. Foto: Carmen de Simone

A mediados de agosto, la mujer sin nombre cambió su ruta habitual, de Santa Elena de Uairen a Villa Pacaraima, la primera localidad brasilera de cara a Venezuela y se enrumbó hacia el Roraima, hacia el tepuy en donde se solapan los confines de Venezuela, Brasil y Guyana.

Seguramente, se coló entre los cientos de vehículos que aguardaban en la antigua Estación de Servicio Texaco. Pasó frente al Terminal Internacional de Pasajeros. Anduvo la comunidad de Wará y franqueó –inadvertida- el Punto de Control Fijo de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) conocido como “La Guillotina”.

Alguien la vio sobre la Troncal 10, a la altura de Agua Fría, a 20 kilómetros de Santa Elena, la remota capital del municipio Gran Sabana, en el extremo sureste venezolano. La Troncal 10 es un sendero pavimentado bordeado por sabanas y morichales.

La mujer sin nombre pudo andar  más de 100 kilómetros, a su paso, extraviándose en las miradas ajenas, parando a tomar agua de río, durmiendo tal vez en las churuatas a borde de carretera en Agua Fría, en Jaspe, en Mapaurí, en Yuruaní.

Hay quienes creen que le dieron la cola,  uma carona, pero en realidad su cabello era demasiado sucio, su piel demasiado curtida por el sol y la mugre, su olor insoportable.

Quienes eso creen argumentan que debió pasar en un carro porque, aun sin nombre, logró colarse sobre el siguiente Punto de Control Fijo de la GNB  en San Ignacio de Yuruaní.

Al llegar al cruce de Peraitepuy, debió recorrer los escasos metros planos y encarar la pendiente de granza roja; tal vez, durmió a cielo abierto, se empapó bajo la lluvia y se secó al sol, hasta que sin guía, ni botas, ni sombrero, ni morral de acampar traspasó la comunidad.

Un guía la avistó sobre los 22 kilómetros que llevan desde el asentamiento a la base. Le advirtió que era riesgoso hacer la expedición así: sin carpa, sin sleeping, sin comida, pero ella se hizo lo que era, una loca de parque y siguió hacia la cima.

Otro guía, la vio cruzando el Tek, crecido y con corriente. “Casi se la lleva”, recordó. “Casi se ahoga”. Así que dejó sus turistas en manos de quien le servía de acompañante y la agarró con fuerza. Ella se aferró a la vida. Lo miró a los ojos y le dejó claro que había decidido ir a morir en Roraima, que ese era su problema y de nadie más. Él, simplemente, la dejó seguir.

Llegó a la cumbre alrededor del 21 de agosto, en plena temporada alta.

“Yo vine aquí a morirme, en este sitio”, le dijo a los turistas que intentaron persuadirla de que bajara con ellos. “Yo soy brasilera, vengo de las minas y aquí arriba hay diamantes”, les decía.

Se les presentaba de noche, deambulando entre las carpas. Pero tan pronto como comía y bebía volvía a extraviarse en ese mundo pre histórico, frío, fantástico, de grietas y de neblina.

Una noche más tarde, volvía a aparecer como un espanto inmundo, desandando entre venezolanos, alemanes, japoneses, ingleses y les imploraba frazadas y comida. 

Casi en shock, un guía contó que, a pesar del frío, vio a la mujer sin nombre bajo la lluvia tan sólo cubierta  por una “bolsita plástica”. A la intemperie, a 2 810 metros de altura. Se estremecía.

Alguien sugirió bajarla en helicóptero, pero Protección Civil (PC) argumentó que una persona en su condición no puede volar. Si bien ella jugaba a planear desde las paredes del tepuy.

Once días después, otro guía y su grupo, el hambre y el frío la obligaron a caminar de vuelta. En Peraitepui, una comisión del Centro de Coordinación Policial Gran Sabana, adscrita a Kumarakapay, la subió al cajón de la camioneta pick up y la trasladó amarrada de pies y manos.

La llevaron a Villa Pacaraima. Entonces, las autoridades aseguraron que, aunque efectivamente hablaba el portugués, no era brasilera. Presumieron, por su color, que se trataba de una ciudadana proveniente de un país africano de habla portuguesa.

Se dice que de Brasil volvió por los caminos verdes. Dos días más tarde, la mujer sin nombre, sin nacionalidad, sin cordura, volvió a vagar por la Gran Sabana. Deambulaba entre las comunidades de San Valentín de Chirik Merú, Los Moriches y Kamaiwá, tres asentamientos pemón localizados entre Santa Elena y la línea limítrofe que separa a Venezuela de Brasil.

Dormía al borde la vía, sobre los espacios despejados para la inserción de la fibra óptica de respaldo, envuelta absolutamente en una cobija de Ben 10.

Se levantaba sobre las siete y comenzaba a merodear en un trecho de no más de dos kilómetros, como en un callejón sin salida: a veces, sobre el hombrillo, a veces, sobre los bordes, a veces, como obligándose a caminar pisando la línea entre los canales de ida y de vuelta.

Los de PC intentaron repatriarla: adelantaron gestiones en el Consulado Brasilero en Santa Elena, acudieron a la Casa de la Mujer Migrante en Pacaraima, publicaron varias notas de prensa en los diarios regionales con corresponsalías en la localidad a ver si, por gracia divina, alguien la identificaba o le ofrecía una salida. Nadie logró identificarla.

Al final de la tarde, arrastrando la frazada, la mujer -cada vez más mugrienta- llegaba hasta la panadería de Brisas del Uairén, en busca de pan o de algo de dinero. “Espere afuera”, le indicaban y ella salía sin resistirse.

El 24 de diciembre de 2013, seguramente, lo pasó como de costumbre: sola, entre San Valentín y Kamaiwá; muy probablemente, en los alrededores de la panadería, devorando un pedazo de pan de jamón, divagando entre las docenas de vehículos brasileros que paran frente al hipermercado chino, entre los muchos carros venezolanos que se detienen frente la dutty free y, finalmente, volviendo a su sitio. Se dijo que, ya en Kamaiwá, y casi de noche, la mujer comenzó a andar sobre la raya central, recibió el impacto de un vehículo y la embestida de otro que venía en dirección contraria. Debió morir instantáneamente.

Tránsito Terrestre determinó su muerte por arrollamiento y depositó el cadáver en la pequeña morgue del Hospital “Rosario Vera Zurita”, una habitación con media docena de cavas y capacidad para aguantar los despojos insepultos por no más de dos o tres días. Mientras los familiares de los fallecidos llegan. Mientras los que llegan resuelven.

Pero nadie llegó. Entonces, aún sin vida, la mujer sin nombre y sin nacionalidad, o tan solo su cuerpo, inició una nueva historia de soledad y abandono. Ni el Ministerio Público venezolano, ni el Consulado Brasilero aceptaron responsabilizarse por unos restos sin identificación.

El 30 de diciembre, se decidió ejecutar un entierro sanitario. Pero ni en el cementerio ni en la Alcaldía había quien abriera el hoyo y además faltaba la urna.

Corría el tres de enero cuando el Ayuntamiento entregó la caja funeraria y comisionó una cuadrilla para que participara del sepelio.

Sin tardanzas, los jefes del Distrito Sanitario y de Salud Indígena Municipal se ocuparon de lavarla y vestirla con algunas prendas donadas, con ropa grande porque era alta y fornida. Quizás por eso, por su contextura fuerte y enjuta, quienes mil veces la vieron comentaban que se trataba de un hombre. Decían que era un indigente transformista. Mas, efectivamente, aunque buena parte del pueblo dudara de su feminidad, ella era mujer.

Uno de los médicos que examinó el cadáver supuso que  el consumo de alguna droga debió estimular el crecimiento de bellos en su mentón y en la parte baja de su vientre.

Quienes la asearon y la trajearon se impactaron ante los cayos, casi suelas, de sus pies. Las durezas comenzaban a despegarse a causa del frío de la morgue. A ellos les dio tristeza, ganas de llorar, recordaron a sus muertos recientes.

Finalmente, de limpio y en una caja de excelente apariencia, el cuerpo de la mujer sin nombre y sin nacionalidad, sin documentos y sin vida volvió al cajón de una pick up, tan blanca como la patrulla policial que la detuvo en Peraitepuy.

En el Cementerio de Manak Krü, la comunidad indígena pemón aledaña a Santa Elena, la esperaba su sitio definitivo. Los obreros abrieron la fosa, bajaron el féretro y lo cubrieron con esa mezcla de arena y grava propia de la Sabana.


Nadie oró. Nadie lloró. Un buen hombre le deseó el descanso eterno. “Murió como vivió, sola y punto”, dijo al relatar aquello. Nada diferencia el lugar en donde fue enterrada porque, en definitiva, nadie supo su nombre.





  
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