Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

martes, 10 de enero de 2012

Siete nuevas cruces en la Troncal 10

Al fondo el Chirikayen, al frente una cruz en recuerdo de la accidentada partida de una mujer en 2001. (Fotografía de Morelia Morillo).




De cara o de espalda a los tepuyes,  a los ríos y a los bosques la Troncal 10 está flanqueada por docenas de cruces. Se dice que es una tradición muy venezolana: recordar a los fallecidos en accidentes de tránsito con un crucecita en el sitio del suceso. Las hay en toda Venezuela. Tantas que pasan desapercibidas. Pero acá -en este paraíso, con esta escenografía de fondo, con tanta paz- es imposible pasar de largo sobre los escasos vestigios humanos.

La de agosto de 2011 fue una temporada “floja”, es decir, vinieron pocos turistas. Así, los de la Sabana, especialmente quienes trabajan con turismo, anhelaban la llegada de diciembre, de enero. Esta es una de las temporadas más fuertes del año, tanto o más que la Semana Santa.  

En el extremo sureste de Venezuela, el turismo no termina de ser la principal fuente de ingresos  -Incluso en la Alcaldía de la Gran Sabana admiten que lo aventajan la minería y el tráfico de combustible- pero se trata de una industria que mueve y llena de vida a la Sabana y a Santa Elena, la capital municipal.

Cierto, el pueblo se congestiona. A veces, falta el agua, falla la electricidad y escasea el combustible. A pesar de las sanciones, los rustiqueros abren trochas y, al partir, muchos olvidan su basura. Los contenedores y compactadoras son insuficientes. Pero el turismo da paso a una perecedera abundancia que, no por pasajera, deja de ser grandiosa.

Mas esta vez el anhelo mutó en pesadilla.

El recién casado venía de luna de miel. El muchacho de 22 años venía a pasar unos días en casa. Sus amigos y sus padres a cargarse de buena energía para comenzar el año. El bebé volvía a casa en brazos. El pastor evangélico regresaba junto a su mujer. Los nombres de todos ellos quedarán impresos en cruces al borde de esta Troncal 10, usualmente maravillosa, bañada de rocío, de niebla, de sol. Ahora manchada de sangre. Muchos se fueron con fracturas, heridas, hematomas, sin carros, sin nada.

Impactadas, las autoridades locales y regionales se reúnen para discutir medidas, soluciones, declaraciones. Han dicho que los accidentes se debieron a las condiciones propias de la zona: trayectos demasiado largos, lluvias intensas, pendientes inclinadas. Durante esta temporada, los eventos fueron tantos y tan fatales que en las alcabalas los efectivos del Ejército y de la Guardia Nacional, por lo general parcos, suplicaban a los transeúntes que no consumieran alcohol, que usaran el cinturón, que controlaran la velocidad.

De momento, en la curva aledaña al Salto del Danto –en Sierra de Lema- colocaran una serie de neumáticos pintados de colores. “Ha llegado la hora de ponerle un coto a esa gran cantidad de accidentes que se ha producido en esa bajada”, sentenció José García, director regional de Protección Civil (PC). Después, aseguró, se implementarán medidas más contundentes.

Las autoridades estiman que entre finales de 2011 y comienzos de 2012, 15 000 temporadistas llegaron a la Sabana. Pudo ser una temporada estupenda. Pero será recordada por sangrienta. Por las siete nuevas cruces al borde de la vía.

martes, 3 de enero de 2012

Manak Krü, tan cerca y tan lejos


Una de las primeras viviendas de la comunidad. Fotografía: Morelia Morillo R.

Los cerros que dieron nombre a la comunidad. Fotografía: Morelia Morillo R.

Manak Krü es la comunidad pemón más cercana a Santa Elena de Uairén. Antes, era así: la más cercana. Ahora, irónicamente, el crecimiento de Santa Elena -la capital de la Gran Sabana, la última ciudad venezolana en la frontera con Brasil-la convirtió en un sector más del pueblo criollo, no indígena.
Santa Elena y Manak Krü están conectadas a través de una doble vía de menos de un kilómetro, de una calle que alguna vez fue nombrada Fernández-Peña, apellidos del fundador del pueblo de acuerdo con la visión occidental; que después llevó el nombre del misionero Nicolás de Cármenes y que, finalmente, tomó (como opción intermedia) el del laico general Urdaneta.
En este trayecto, se asientan algunos comercios y viviendas, incluyendo la de los Fernández-Peña, además de la Catedral y del Vicariato Apostólico del Caroní, ambos construidos por los Misioneros Capuchinos en los años 40. También está la llamada Residencia Presidencial, en donde se alojaron -en algún tiempo- los presidentes venezolanos deseos de descanso y que, de momento,  casi siempre está cerrada o no pasa de ser un salón de reuniones.
La historia católica de la Gran Sabana reseña que en 1936, siendo el último domingo de diciembre, la Iglesia dispuso cerrar el año santo con la bendición y colocación de doce cruces en el cerro Manak Krü. Las sembraron escalonadas, una detrás de la otra sobre la pendiente. Aún en 1950, las tres de la cima permanecían ahí. En el valle, a los pies de “El Calvario”, creció la comunidad.
Se dice que fueron los Álvarez los primeros en hacer su casa. En aquel tiempo, las familias indígenas eran apellidadas de acuerdo a algún misionero. Así, los pemón sustituyeron sus nombres autóctonos, inspirados en la naturaleza. Décadas después, los Álvarez, los descendientes de los fundadores, aún moran en Manak Krü, en la calle identificada –mediante un letrerito de madera- con el nombre que inspiró el de la comunidad.
Luego, vino Lucas Fernández Peña y se asentó en la colina que, al dejarse caer, cede espacio al valle  atravesado por el riachuelo Manak Krü . Entonces, el pueblo de los criollos empezó a crecer hacia el oeste, de espaldas a la comunidad indígena, que se expandió hacia el este, con respecto a la residencia familiar de Fernández Peña.
Manak Krü viene a ser el centro de la vida indígena en la inmensa Sabana. Allí se alojan los venidos de las comunidades distantes por motivos de salud, de estudios, de trabajo, de festejo. Cada vez son menos las viviendas tradicionales, con techos de palma y paredes de barro. Predominan las casas rurales. Las churuatas, las que quedan, apenas se emplean para cocinar o compartir. Las calles centrales son de asfalto. Las secundarias de granzón.
En la comunidad hay una escuela de Fe y Alegría; un Infocentro; una fábrica y venta de artesanías llamada Aray Yewuk, que significa la casa de las arañas o la tela de las arañas; un hospedaje para los enfermos que no tienen familia en la zona urbana del municipio; una cancha; el campo de futbol en donde -entre otros eventos- se realizan año a año los Juegos Intercomunidades; varios talleres mecánicos, bares, bodegas y ventas de comida. De día, las calles son un desierto. Muchos salen a trabajar en los comercios, en las modestas industrias locales, en los campamentos turísticos, en las casas de familia.
Manak Krü crece  y, en esa medida, se llena de niños mestizos, hijos de mujeres indígenas con hombres criollos. Cada vez más, “por vergüenza”, aseguran algunos conocedores no sin mucho dolor, se come pasta y pollo en lugar de tümá y kasabe, cerveza por kachirí y, durante las fiestas de Santa Elena, que se celebran en agosto, se baila reggaetón, forró y vallenato por  parichará y tukui.
A veces, en Manak Krü se consume cerveza en exceso y esos abusos causan estragos. Lo uno y lo otro son temas que se discuten abiertamente en familia, pero se callan ante la presencia de los extraños, de aquellos que sólo pisan Manak Krü por error, para ir al cementerio que está más allá.
Pero Manak Krü sigue ahí, manando, creciendo. Su nombre, como el del riachuelo que cruza la comunidad, significa “de donde mana o colina de los pechos” por la forma de las cerros vecinos. En uno de esos cerros se renueva, periódicamente, el nombre la comunidad, podado en lo alto sobre el matorral, visible desde todas partes del pueblo criollo, tan cerca y tan lejos de todos.

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