Hace 81 años, una preocupación motivó la fundación de la Gran Sabana y de su capital Santa Elena de Uairén, el último municipio y la última ciudad venezolanos de cara al Brasil.
Claro, ya los pemón, el pueblo indígena ancestral de estos confines, habitaba y recorría la tierra de los tepuis, pero la región apenas era contemplada en la distancia por el Gobierno y sus ciudadanos del resto del país.
En su 80 años sembrando el evangelio, monseñor Mariano Gutiérrez Salazar cuenta que, al pasar las fiestas de Navidad, Monseñor Diego Nistal, el vicario apostólico del Caroní, en aquel tiempo con sede en Upata, visitó Tumeremo.
En Tumeremo, el vicario se topó con el persistente rumor: “un padre, con su mujer, había descendido de la altiplanicie, más allá de la Sierra de Lema, donde decía tener escuela, capillas, etc”.
La Sierra de Lema es la montaña indómita que lleva hacia la Gran Sabana.
De acuerdo con sus indagaciones, supuso que se trataba de un pastor protestante, venido de la Guyana Inglesa y esta suposición lo atormentó tanto -por motivos religiosos y políticos- que decidió ir a las tierras altas de Guayana, toda una osadía pues para entonces la carretera sólo llegaba hasta Tumeremo.
Pero el obispo estaba preocupado, alarmado: “Imaginaba multitudes de indígenas, descendientes acaso de los huidos de las antiguas Misiones del Caroní, cuando la muerte de los misioneros en Caruachi en el año 1817”, y esas imágenes lo sacaban de su habitual serenidad.
Descartando todos los consejos y advertencias, monseñor Nistal y el padre Ceferino de La Aldea, párroco de Upata, salieron el 23 de julio de la sede del Vicariato. De Tumeremo partieron a caballo. El 4 de agosto, se embarcaron en El Dorado y remontaron el río Cuyuní. Alcanzaron la desembocadura del riachuelo Wei y cruzaron la selva en compañía de un grupo de indígenas que regresaba de pescar en las lodosas aguas del Cuyuní.
Finalmente, el padre de La Aldea y sus guías indígenas subieron la Sierra de Lema a través de “la escalera”, una serie de peldaños entretejidos por palos y bejucos que permitía transitar, casi en vertical, hasta llegar a la altiplanicie, a la paradisiaca Sabana, a la inmensidad despejada que sigue a la montaña hermética.
A pesar de su angustia, monseñor no se atrevió a escalar “aquel amasijo de palos y lianas sobre el precipicio debajo amenazante”.
En Puemuei o El Ají el padre Ceferino se topó con la realidad que atormentaba a su superior, casi hasta contagiarlo: una comunidad arekuna, misioneros protestantes de la Guyana Inglesa y las banderas inglesa y norteamericana.
Por solidaridad, por afinidad, por lástima, la familia Changrá-Pizarro albergó al padre, lo puso al tanto de la situación y lo acompañó hasta la escalera para que desanduviera el camino.
De vuelta en Upata, el vicario le escribió un informe –fechado el 27 de septiembre de 1930- al ministro de Relaciones Interiores.
En ese documento, solicitó el desalojo de los misioneros extranjeros del territorio nacional, así como el establecimiento de los católicos y de una Inspectoría de Fronteras en la Gran Sabana.
El 28 de abril del año siguiente, llegaron Fray Gabino y los padres Nicolás de Cármenes y Maximino de Castrillo a la casa del cerro Akurimá, en donde eventualmente pernoctaban los padres Benedictinos de Brasil.
El Akurimá está a un costado de lo que ahora es Santa Elena. En el sitio también había algunas construcciones indígenas, se dice que no eran casas, sólo sitios de concentración para los venidos de los caseríos dispersos.
Abajo, ya habían fijado su residencia el general Montes de Oca, inspector de Fronteras y Lucas Fernández Peña como policía.
81 años más tarde, sobre el Akurimá permanece una cruz de metal. Aunque este año no se encendió en Navidad. Cada día, docenas de personas suben a caminar, correr o simplemente a mirar el pueblo de un lado y la Sabana del otro. Mañana es domingo y desde el cerro despegarán los parapentistas.
A diario, los muros de la Misión son fotografiados por docenas de turistas. Adentro, hacen vida dos o tres sacerdotes. En la Sabana, la Iglesia Católica cede cada vez más terreno. Algunas comunidades como Kumarakapay (San Francisco de Yuruaní) y Maurak son fundamentalmente adventistas.
La escalera ya no es de palos y bejucos. Al pasar la Piedra de la Virgen, el manto de asfalto serpentea hasta llegar a la cima, abajo el abismo amenazante sigue siendo el mismo.
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