Gran Sabana no postal

Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante
y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.

miércoles, 19 de enero de 2011

Serpientes en el paraíso

Una bombona solitaria ocupa el primer puesto de la cola que forman los que esperan para comprar el gas (Fotografía de Morelia Morillo)

En Santa Elena de Uairén apenas hay rateros y los carteristas empiezan a actuar. Nada de secuestros, al menos confirmados y, con asombro, se supo de un atraco a los chinos de la calle Bolívar el año pasado.


Tampoco hay tráfico en estas calles y, como si fuera poco, la capital de la Gran Sabana está rodeada de cascadas, selvas y explanadas infinitas.


“Pero este pequeño paraíso se está transformando en un infierno”, sentencia Yasmeli, un ama de casa con casi 20 años en la zona, mientras hace la cola para comprar una bombona de gas para su pequeño restaurante.


A menudo, los malandrines se llevan palas, picos, ropa secada al sol y, eso sí, no perdonan un cilindro de gas dejado al descuido. En el mercado, legal o paralelo, el vacío mediano ronda los Bs. 800 y el lleno no tiene precio pues conseguirlo es cuestión de magia, suerte, insistencia, sacrificio.


Corre el penúltimo día del año, son apenas las cuatro de la mañana y Yasmeli y otras 40 personas más forman una fila que se extiende y curva cual serpiente. Todos quieren comprar gas. Para cocinar para familia, para vivir o ganarse la vida. La venta se iniciará a las 7:30 AM. y es sabido que una hora más tarde no quedará ni para un café.
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La bombona solitaria
El primero de la cola no tiene rostro ni nombre. A la cabeza de esa hilera de somnolientos, sentados sobre la base de cemento de la cerca de alambre de la distribuidora, se encuentra una bombona solitaria, amarrada con una cadena y resguardada por un candado.


Maribel ocupa el segundo puesto. Diana el tercero. Ellas llegaron a las 10:00 de la noche y “ya esa bombona estaba ahí”. Les siguen Miriam, Pedro, Juan Robles, Juan Mendoza, el maestro Fernando, Luís, Graciela, Felina y Marcelina. Ninguno sabe de quién es ese cilindro.


Sobre las 5:30 AM., el sonido tembloroso de un motor a diesel los saca del sopor. Es el camión que viene desde Ciudad Guayana, a ocho horas de camino. Ya no son 40. Son muchos más. Cada vez más. Aplauden, gritan.


En dos horas, los hombres a cargo del camión y la distribuidora toman café, descargan, desayunan, ordenan los cilindros, vuelven a tomar café.


Llega una patrulla de la Policía del Estado Bolívar e intenta hacerse cargo de la cola, pero los enfilados los rechazan. “Nosotros ya nos organizamos. Tenemos una lista para evitar que se nos coleen”, explica una mujer.


Aseguran que se trata de “una maniobra distractiva”. Que el objetivo de los uniformados es comprar “sin pagar plantón”. Que dicen que el gas es “para el comedor del comando”. Que en realidad, “esas bombonas son de los policías”.


Sobre la 6:00 AM. se pierde la cuenta de los buscadores de gas. El ambiente es tenso. Cerca de las 7:30 AM., finalmente, aparece el dueño de la bombona solitaria. Le dicen “Caiman” es un minero con años de andanzas en la Sabana.


A dos cuadras de la cola de gas, otra fila de gente se enrolla sobre sí misma. Desde la madrugada, docenas de conductores aguardan por la gasolina. A principios de mes, debieron formarse frente al Fuerte Roraima para retirar la Tarjeta de Llenado de Combustible, que entrega el Ejército mes a mes.


Los turistas ven las colas con la misma cara de asombro que observan un salto o un tepui. Toman fotos. “¿Qué pasa?”, preguntan sin saber que ya les tocará. Para llenar los tanques de sus vehículos, los visitantes deben acudir a la estación portátil apostada en la sede del Ejército Bolivariano.


“Menos mal que suspendieron el Mercal”, afirma la vendedora de Yogurt. “Yo hubiera tenido que hacer la cola para comprar leche porque no la consigo en otro lado y esa es mi materia prima, pero llevaba dos meses sin gas”.

miércoles, 5 de enero de 2011

El bailarín de Jaspe


Suena Para siempre, de Laura Pasini, sometida al sampler y Benedicto se estremece (Fotografía de Morelia Morillo).

Es 31 de diciembre de 2010 y Benedicto Mella desempolvó su traje de poliéster acanalado color rojo ladrillo, rojo jaspe.

Benedicto nació y aún vive en la comunidad indígena de Kako Paru, que es como los pemón llaman a la Quebrada de Jaspe.

Kako fue la mujer de Wei (el Sol) y ambos los padres de los Makunaima, los temerarios hermanos reconocidos como figuras fundacionales de este pueblo indígena del sureste venezolano. Eso es lo que dice la mitología pemón. 

Siguiendo el cauce del río Kako, las casas de los Mella, hechas en bahareque y techos de palma antes y zinc ahora, se encuentran más allá del puesto atestado de turistas, de esas cascadas de reflejos rojizos que iluminan la mitad de las postales de la Gran Sabana.

El sitio de los Mella está al borde la Troncal 10, pero, aun en temporada alta, pocos los visitan.

Viloria es la hermana de Benedicto y la dueña del pequeño campamento turístico y de la bodega en donde hoy se celebra el cierre de 2010 y el comienzo del nuevo año, del 2011.

Benedicto desempolvó su traje de poliéster, lo combinó con una camisa de listas rojas y blancas y sus mocasines marrones manchados  de caolín. Luego, se fue a la bodega a tomar cerveza, esta vez no kachiri y a bailar.

El kachiri es una bebida fermentada y se hace de yuca amarga. 

Baila solo o acompañado de una turista, cuando no de una sobrina. Solo o emparejado, derrocha gracia, ritmo, presencia. Lo mismo sigue un vallenato de Jorge Celedón que raspa sus canillas al son de los Cristalitos de Roraima.

Los Cristalitos son una orquesta local, de Paraitepui.

Del pen drive acoplado al sistema de sonido –conectada a su vez a la planta de gasolina- salta una bachata y Benedicto suaviza la cadencia; de pronto, suena Para siempre, de Laura Pausini, sometida al estridente sampler y el bailarín se estremece.

En los segundos que median entre un tema y otro, Benedicto camina por el descampado que rodea la bodega. A cada paso, reboza sus mocasines en caolín. En medio de ese deslave de arcilla blanca, sólo el brillo de sendos caballitos plateados alumbran desde en cada uno de sus zapatos. Parecen relinchar y Benedicto vuelve a la pista de baile.
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