Entonces, el emisario embutió el oro en un jabón de olor, el jabón en la jabonera, recibió el pago por la gestión y se esfumó. Foto: Cortesía |
El
hombre, negro como la noche, llegó a Santa Elena de Uairén, la última ciudad
venezolana de cara al Brasil, al final del día; su emisario, un ex convicto,
recién redimido por Cristo, con algo de experiencia en el negocio del oro, le
había conseguido un carro para internarse de inmediato hacia Ikabarú, pero él
prefirió refugiarse en el cuartito de los guardias asignados al terminal de
pasajeros y continuar su viaje al alba.
Sin
afanarse en discusiones, le pagó al chofer -ya contratado- y lo despachó sin ni
siquiera estrecharle la mano ni muchos menos mirarlo a los ojos.
Ikabarú,
capital de la segunda parroquia del municipio Gran Sabana, se encuentra a 114
kilómetros de huecos, grietas y puentes caídos de Santa Elena, 114 kilómetros
que ameritan, al menos, de tres horas de viaje sin contemplar los imprevistos.
Ikabarú
es un pueblo minero que vivió sus días de gloria a mediados del siglo pasado y
hoy se niega a morir, un lugar de paso en donde por costumbre, ambición o
ilusión permanecen los sobrevivientes de los varios planes de cierre minero promovidos por el
Gobierno, la mayoría vive en construcciones precarias con techos de metal sobre
calles de tierra.
El
hombre viajaba en compañía de un familiar a quien igualmente tan sólo se le
diferenciaba la esclera, que es como se llama lo blanco del ojo. Se disponía a
multiplicar lo poco que le quedaba de su último viaje a China a donde se fue
ataviado con una chaqueta hecha de cocaína, gorra de turista, cámara al cuello
y despejando sospechas en perfecto inglés.
De
San Félix a Santa Elena hizo 24 horas; por algún motivo, se bajó en el Km 88,
en Las Claritas, aproximadamente a 350 kilómetros de Santa Elena, cotejó
precios, pesó aquí, miró allá y volvió a subir, como antes, a una buseta
Turgar.
Apenas
salió el sol, se dispuso a abandonar el cuartito de los guardias y a viajar a
El Paují: se lavó la cara, cepilló sus dientes tan blancos como lo blanco de
sus ojos, apuró un café de termo y se
enrumbó hacia la parada de los rústicos (carros por puestos) que recorren la
ruta entre Santa Elena-Ikabarú. Se desconoce si tomó algo más a manera de
desayuno o si se conformó con el tinto tibio y exageradamente dulce propio de
los termos de los terminales.
En
todo caso, tal vez, le tocó subir a bordo de una Toyota chasis largo pagada con
un kilo de oro. Así ocurrió el año: un hombre cambio su carro de dos o tres
años de antigüedad por un kilo del mineral del brillo. Esperaba conseguir dos
japoneses más de paquete y continuar canjeando, pero el hampa se encargó de
anular su ambiciosa estrategia. Dos horas y media más tarde, el hombre llegó a
El Paují, mucho antes que su emisario a quien prefirió esperar.
El
Paují, a 80 kilómetros de Santa Elena, es un pueblo mestizo: de pemón, de
criollos, de extranjeros, de ecologistas, de platilleros, de persistentes
empresarios turísticos, de constantes apicultores, de nuevos y viejos mineros.
El
Paují nació sobre los años sesenta, en torno al campamento de los obreros del
Ministerio de Obras Públicas (MOP), que trabajaban sobre la vía hacia Ikabarú;
posteriormente, llegaron algunas familias pemón de sitios aislados y jóvenes
citadinos deseosos de hacer una vida al margen de lo tradicional, de desechar
lo igual, de crear una comunidad alternativa.
Durante
al menos tres décadas, los de El Paují se debatieron entre cuidar de la
naturaleza o voltear los ríos y la capa vegetal en busca de oro. Hace
aproximadamente cinco años, muchos de ellos resolvieron hacerse ricos; hoy
buena parte de esa inmensa sabana está minada de huecos enormes, heridas
imborrables dejadas por la remoción de la capa vegetal mediante equipos de
potente cilindrada; la arena rellenó la poza Paují y los jóvenes pemón le
exigen el máximo a sus motos hasta para recorrer los escasos metros que separan
sus casas de las bodegas; en febrero pasado, murió un muchacho indígena de 17
años, tenía un nombre bíblico; semanas antes, había sacado un diamante de alta
pureza y buen peso; le pagaron 800 mil bolívares; le compró a su familia todo
cuanto necesitaba (ropa, camas, mesas, sillas, poltronas, lavadora, una planta
de sonido, nevera, cocina y, por supuesto, un televisor con pantalla de plasma
gigante), llenó un camión; para él, se regaló una moto china. Días más tarde,
se estrelló contra un vehículo que transitaba a escasa velocidad sobre la vía
inter comunal; el motorizado volvía en bajada y daba una curva después de una
noche de farra sin medidas. Falleció en
el acto.
A
media tarde, el hombre de ébano ya tenía en sus manos lo que buscaba: 50 gramos
de oro puro purísimo; entonces, el emisario (el ex convicto ya redimido)
embutió el metal amarillo en un jabón de olor, el jabón en la jabonera, recibió
el pago por la misión cumplida y se esfumó.
En
segundos, el hombre subió al rústico de
vuelta con su pequeño bolso y su pesada cajita, en apariencia, tan sólo
contentiva de un jabón.
El
último viernes de enero, a eso de las dos de la tarde, la ministra de Pueblos
Indígenas, Aloha Núñez, visitó Gran Sabana para revisar, junto a los capitanes
pemón, los alcances de los acuerdos alcanzados aquel nueve de febrero de 2013,
cuando buena parte de la comunidad de Urimán retuvo a un grupo élite del
Ejército que pretendía cerrar sus minas.
A
cambio de los uniformados, el Alto Gobierno bajó la guardia y las comunidades
ancestrales se comprometieron a cuidar de los ríos y de las sabanas, a no trabajar en los cauces fluviales, a
reforestar las zonas intervenidas, limitar el ejercicio de la minería por parte
de los no indígenas entre otros asuntos y a venderle su oro al Estado a través
de una inexistente oficina local que aún sigue siendo un proyecto.
A
fecha, la minería es una actividad limitada en buena parte del municipio Gran
Sabana y absolutamente proscrita en el sector oriental del Parque Nacional
Canaima por su belleza, por su valor ambiental, por ser el lugar en donde nacen
las aguas que después se convierten electricidad para buena parte del país; sin
embargo, hace unos días la Fundación Mujeres del Agua, cuyo centro de
operaciones se encuentra precisamente en El Paují, distribuyó un correo
electrónico haciéndose eco del llamado de alerta de algunas de sus aliadas de
las comunidades ubicadas dentro del área resguardada, en las zonas más
prístinas, al margen de toda vigilancia ambiental.
Las
de Uroy Uaray denunciaron -aparentemente, primero ante sus capitanes, luego
ante las autoridades convencionales y finalmente ante todo quien acepte oírlas-
que allí hay al menos seis equipos portátiles trabajando sobre el río Kamá, el
mismo de la caída impresionante; las de Iwo Riwö delataron que sobre el Aponwao
se encuentran alrededor de 20 máquinas, todas en la parte alta del cauce que
conduce al salto de 105 metros de altura, el más impactante de la Sabana.
Nadie
sabe por dónde entra la maquinaria, de dónde proviene el combustible para su
funcionamiento ni por dónde sacan el oro pues hay menos cinco alcabalas del
Ejército y de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) entre Luepa y Santa Elena,
sobre la Troncal 10.
El
viernes citado, la ministra Núñez se interesó especialmente en saber a quién le
vendían el oro sus paisanos pemón y ellos fueron sinceros: “A los compradores
de Santa Elena”, dijeron sin rodeos; así ocurre casi todo el tiempo y a veces,
solo a veces, lo cambian por vehículos 4x4 ya usados o lo colocan, algo más
barato, en manos de quien se acerque hasta las minas y se lo lleve a Caracas, a
Sao Paulo, a Nueva York, a Ciudad de México, incluso a bordo de una modesta
buseta y empotrado en un jabón de olor.
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