![]() |
Esta foto fue tomada del perfil En memoria de Luis Scott que agrupa en FB a algunos de sus seguidores. |
De pequeño, a Luis Scott seguramente le gustaban los carritos y las motos, pero nada como las ranas, arañas y especialmente las serpientes, tan atacadas tan en peligro. Así, en esa extraña manía de encariñarse con cuanto bicho le pasara al frente, se dejó ver la que sería la razón de su vida y de su muerte.
Nació en Caracas y creció devorándose la ciudad al lomo de una moto; vagó por Europa; se refugió en la India y un buen día, ya de vuelta, una voz irrumpió en su sueño profundo, para ordenarle “ve al sur, ve al sur” y él obedeció.
Días después, subía, en su volkswagen escarabajo, la –aún de tierra- escalera, que era la carretera sobre la Sierra de Lema; atravesaba la Gran Sabana; navegaba a bordo de sendas chalanas los anchos Yuruaní y Kukenan; hacía las compras de última hora en Santa Elena y, finalmente, alcanzaba Pui. Corría 1978 y la compañera de Luis estaba a punto de dar a luz.
Pui es el punto medio sobre la vía que lleva desde la capital municipal a El Paují, un campamento minero que vivía sus mejores días, punto de encuentro entre selvas y sabanas. Aún está ahí la alcabala y el salto de la anaconda.
La pareja se hizo una casa de dos niveles en palos y palmas; él la parteó; lavó pañales; sembró; hizo yoga; se ganaba la vida con las artesanías y la construcción; se mudó a El Paují; volvió a Caracas por trabajo; regresó; se hizo apicultor; fundó el grupo de rescate y la asociación de apicultores; se casó con una odontóloga que vino a la zona a hacer sus pasantías; mutó en pequeño empresario turístico y, muy importante, montó su primer serpentario.
A finales del siglo que pasó, el turismo en El Paují cayó en picada y Luis se mudó a Santa Elena de Uairen. Fue presidente de la Cámara de Turismo; comerciante, maestro de varias obras, vocero de su consejo comunal, carpintero, rescatista, paramédico. De noche, solía relajarse haciendo artesanía mientras escuchaba a Enya.
Como no pudo llevarse el serpentario a cuestas, terminó hospedando a sus culebras en una habitación de su casa y a veces también monos en el patio, hurones en la sala, abejas en el patio y loros en el lavadero.
Los protegía del maltrato, del tráfico, del cautiverio, de la muerte. Con excepción de las serpientes, a todos los demás los liberaba pronto.
Ya en los dos mil, tuvo un segundo hijo y en la roja y pedregosa Colinas de Piedra Canaima parió el Centro de Exhibición de Serpientes Okoi, un logro en el que se materializó el esfuerzo propio, el de los amigos, de las instituciones.
En pemón, okoi significa culebra. Él diseñó la obra; la construyó; hizo el mobiliario y la pobló con jaulas de cristal habitadas por serpientes camufladas en lechos de aserrín.
A ellas les brindaba abrigo a cambio de unas gotas de veneno. Finalmente, había logrado encaminarse en la misión de su vida: salvar vidas, las de las serpientes y las de sus víctimas. Enviaba las ponzoñas a los centros universitarios especializados en la producción de sueros antiofídicos.
Además, se las mostraba a todo el que quisiera conocerlas; daba cursos de manejo de ofidios a los guardias nacionales, a los efectivos del Ejército, a los policías y a cuanto vecino se interesara en las diferencias entre una culebra venenosa y una inofensiva y en cómo manejarse con ambas.
El domingo antepasado, debió levantarse como de costumbre, de buen ánimo y sin café porque no lo tomaba. Era vegetariano. Meditaba. Seguramente, desayunó ligero y se dio prisa para llegar puntual a la cita con el equipo con el que grabaría para el Discovery Channel.
Terminada la jornada, a Luis se le ocurrió mostrarle a la visita su cascabel consentida, una de dos metros, su mayor donadora de veneno.
En segundos, a ella se le ocurrió probar la pantorrilla izquierda de su cuidador, abrió sus fauces y llegó hasta allá a donde no alcanzaba la bota de cuero.
Era su décima mordida mortal y está vez, como en todas las anteriores, Luis dio por descontado que echaría el cuento.
Dicen que cualquiera hubiera muerto en una hora, pero él -a sus 63- tuvo el valor de aplicarse electricidad y manejar hasta donde su hermano Douglas, su paramédico de confianza, el mismo que lo había salvado siempre.
Le exigió que lo tratara en casa. Luis detestaba los hospitales. A media noche, no le quedó otra opción, se dejó llevar al Rosario Vera Zurita de Santa Elena y, finalmente, ser trasladado a Boa Vista, a 250 kilómetros de distancia. Lo de otros casos: en Santa Elena apenas hay recursos para atender una gripe.
Pasó su vida rodeado de serpientes y, durante más de 12 horas, vivió lo único que le faltaba: la agonía de la víctima de una mordedura de cascabel.
El martes, a las 10:00 AM. y sin retrasos, el pueblo lo despidió. El coro de niñas católicas y sus guitarras; el joven pastor evangélico; el poeta pemón inspirado por los mapuches; la facilitadora del curso de prosperidad; cada quien le dijo adiós a su modo. Pero eso sí, nada de misas.
Esa mañana, la vidente del pueblo consultó el calendario maya y se fue a la Casa Comunal de Akurimá, en donde lo velaban, con un mensaje para la familia, los amigos, los conocidos:”murió bajo el sello identificado con el dragón cósmico que representa el cierre de un ciclo y eso significa que su partida ya estaba marcada y que no había poder material que pudiera cambiar eso”.
Agregó algo más: “casualmente, el animal al que dedicó la vida (la serpiente) es el que lo saca de este plano”.
Cuando, tras las expresiones de afecto, sus familiares se decidieron a sepultarlo una abuela pemón se les acercó para darles las condolencias en nombre de su gente y pedirles que le permitieran despedirlo con el himno de la Gran Sabana y todos se ahogaron en llanto.