Ese sábado, el primero del mes de
noviembre de 2014, “el Caporro” salió de Zapata hacia el pueblo de Ikabarú y,
según José Barreto, concejal, en el sitio de Nelcy “brindó a la gente”.
Ikabarú es la segunda parroquia del
municipio Gran Sabana, el territorio ancestral del pueblo indígena pemón, en la
remota frontera sureste de Venezuela hacia el Brasil.
Ikabarú es también un pueblo de cuatro
calles de granza roja, en donde viven 2500 personas, al menos 80% de ellos
mineros o vinculados al negocio del oro y el diamante, a 302 metros sobre el
nivel del mar y a no más de 10 kilómetros de la línea limítrofe.
Las casas de bahareque, de bloque, de
madera, bajas y con techos de metal, están las unas muy cerca de las otras y
hay muchas bodegas híper surtidas y con precios extraordinarios.
Ikabarú tomó el nombre del río. En
pemón Ika’barú significa río de aguas
hediondas. Se dice que, alguna vez, ahí se escenificó un enfrentamiento y que, al
final, los cadáveres de docenas de indígenas flotaron sobre la corriente mansa,
que se pudrieron, que el hedor era insoportable, que la pestilencia viajaba en
el aire infestando kilómetros. El Ikabarú va a dar al Caroní, cuyas aguas
producen en estos tiempos al menos 70% de la electricidad que consume el país.
Sobre los 40 del siglo XX, la
población resurgió como un lugar minero. Zaida Almeida, la vicepresidenta del
Concejo Municipal de Gran Sabana, habitante y docente de Ikabarú, estima que al
menos 80% de los residentes de Ikabarú, viven de sacar oro y, a veces,
diamantes. Zapata es uno de los caseríos en cuyas cercanías se extraen
minerales preciosos. De ahí, según los allegados, salió “el Caporro” afortunado
y dispuesto a celebrar.
Con sus 44, bajo y robusto, heredó la
contextura y el sobre nombre de su padre, llegó a donde Nelcy brindó, jugó
billar y se acercó a una mujer joven y bonita.
Era media noche cuando ambos se retiraron
a la habitación que ella alquilaba en las mismas instalaciones del local,
descrito por los vecinos como un lugar bien construido, limpio y con sus
permisos al día. Seguramente, se fueron
sin despedirse, pero en el sitio continuó la fiesta.
A eso de la una, cuando apagaron la
planta del pueblo, la música se silenció durante un segundo y cayó la noche
repentinamente, pero, casi de inmediato, se encendió un pequeño generador y la
luz, muy probablemente amarillenta y pálida y las chatarritas cobraron vida.
Zaida Almeida, quien durante décadas
fue docente en Ikabarú, contó que el cupo de combustible de la planta fue
eliminado. Se sabe que las autoridades apuestan a este tipo de restricciones
para controlar la minería ilegal. Pero, ante la contingencia, quien puede y
quiere da pequeñas cantidades de gasoil con tal de tener electricidad durante
algunas horas por día.
Y, además, muchos se han hecho con
pequeños generadores. En donde Nelcy tienen uno y lo encienden cuando falla el
fluido del pueblo, para continuar trabajando y aprovechar las buenas rachas y
el entusiasmo de la clientela que no siempre son buenos.
A seis y media de la
mañana, “el Caporro” se levantó de la cama y, dejando a su acompañante dormida,
salió de la habitación, compró dos cajas de cigarros en el local, en donde
probablemente amanecían de juerga y regresó sin tardanzas. Encendió un
cigarrillo, fumó, lo apagó, encendió otro, repitió la rutina y se volvió a
dormir.
A medio día, cuando los vecinos
avisaron al puesto de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), que había dos
muertos en donde Nelcy, los efectivos recordaron que no tenían potestad para
levantar cadáveres y se comunicaron con la división del Cuerpo de
Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas (CICPC) en Tumeremo, a
nueve horas de Ikabarú.
Los forenses llegaron al amanecer del
martes. Los cuerpos ya estaban descompuestos.
Quienes acompañaron a los efectivos en
el procedimiento, cuentan que la hediondez era inaguantable, que por eso los inyectaron
con formol, los cubrieron con cal, los envolvieron en plásticos y los
trasladaron a Santa Elena, la capital municipal, ubicada a 114 kilómetros de
grietas, huecos y puentes de emergencia vencidos por el paso del tiempo.
En Santa Elena, sin más escalas que
las obligatorias, las autoridades y algunos allegados los llevaron al
cementerio de Manak Krü y los sepultaron.
A sus 25, la chica, natural de
Trujillo y madre de tres hijos, decidió
venir a las minas en la frontera venezolana hacia el Brasil a probar suerte. Tenía
dos o tres días en Ikabarú cuando conoció “al Caporro”. “La única que sabía en
dónde estaba y lo que estaba haciendo era su hermana”, dijo Almeida quien
aclaró que, en esos predios, “no todo es prostitución”, también hay cocineras y
quienes se dedican a otros oficios.
La concejala recibió a una tía de la
muchacha, le explicó lo sucedido, la consoló y le dio algo de dinero, producto
de su sueldo, para que regresara a La Guaira, a más de 1300 kilómetros de Santa
Elena.
“Quizás si la planta hubiese
estado en buen funcionamiento no ocurre eso”, lamentó Almeida.
Después de mucho llamarlos, quienes
entraron a la pequeña habitación, se dieron cuenta de que la pareja no
descansaba, se percataron de que ambos estaban muertos.
Mientras dormían, inhalaron cantidades
mortales del monóxido de carbono que desprendía el pequeño motor, probablemente
carburando con dificultad en un espacio escasamente ventilado. Con certeza, poco
a poco se sumieron en un sopor, en un sueño cada vez más profundo y sin retorno,
sin ni siquiera sensación de asfixia, la llamada muerte dulce.
No hay comentarios:
Publicar un comentario