Mi madre siempre dice que vivo "en el fin del mundo". Yo vivo en la Gran Sabana, en el sureste extremo de Venezuela, en un sitio tan distante y tan distinto que hasta se me ocurrió quedarme a vivir. Los invito a conocer esa Sabana que experimento en mi cotianidad: la Gran Sabana no postal.
El portuñol no es nada perfecto, pero sirve para que los habitantes de esta frontera se comuniquen sin problemas (Fotografía: Morelia Morillo).
Lo que sigue es verídico.
La madre corredora recorre su ruta diaria entre la urbanización Brisas del Uairen y la comunidad indígena de Santa Rosa de Kamaiwá, sobre la vía que comunica a Santa Elena de Uairen con Villa Pacaraima, a Venezuela con Brasil.
Entonces, a la altura del sector El morichalito, en la comunidad de San Valentín, la deportista amateur saluda a un grupo de estudiantes -uniformados de franela y pantalón azul- que espera por su autobús.
¡Buenos días!, saluda ella; Bom dia le responde una de las estudiantes; Good morning, le dice otra. Las muchachas no presumen de nada. Cada una de ellas se expresa en su idioma, la una en portugués, la otra en inglés.
En esta frontera se habla “portuñol”, una mezcla en medidas imprecisas de portugués y español, frecuentemente salpicada de inglés.
En los comercios, en las instituciones, en la radio local y en las calles, a uno y otro lado de la línea de hitos, brasileros y venezolanos aderezan la lengua materna con las palabras y el acento del vecino y, misión cumplida, se comunican sin mayores dificultades.
Pero ahí no queda la receta. Esta es la tierra del pueblo pemón que se extienden, sin detenerse en las formalidades políticos territoriales, sobre el oeste de Guyana y el noreste del Brasil.
Alrededor de la mitad, de los casi 50 mil habitante del municipio Gran Sabana, son indígenas pemón, la mayoría de ellos hablantes de su lengua ancestral.
Morichalito, el pequeño asentamiento indígena por cuyo costado pasa a zancadas la mamá corredora, fue fundado por un grupo de familias indígenas pemón provenientes de Guyana, hablantes del pemón y del inglés.
El asentamiento está conformado por una docena de casas de madera, tipo palafitos, construidas sobre troncos. Entre las viviendas destaca una obra más grande con bases de madera, techo de zinc y paredes de bloque. Es el templo adventista que han ido edificando poco a poco.
A comienzos de año escolar 2009-2010, en su primera reunión con los padres y representantes, la maestra de primer grado de la Escuela Integral Bolivariana “El Salto”, Velitze Aponte, consideraba que era urgente reforzar la educación intercultural bilingüe (español-pemón), pues muchos de sus estudiantes de ese momento eran indígenas.
Irónicamente, terminó su intervención con una anécdota: “Pasé varios días tratando de comunicarme con A, quien no se comunicaba ni conmigo ni con sus compañeros. Yo creía que hablaba pemón. Pero no, él habla inglés porque es guyanés”.
Benedicta, lista para ir al conuco (Fotografía de Morelia Morillo).
Ahí donde la ven -de franela o blusa, blue jean o falda larga, moñito o media cola y sandalias de cuña- Benedicta Asís es piasán.
Piache, chamán o chamana la llaman los foráneos. Pero los pemón, los pobladores ancestrales de la Gran Sabana, la llaman piasán.
Para los pemón un piasan es un sabio, un sanador, una persona capaz de lidiar con los seres que causan las enfermedades.
Benedicta Asís nació en Santa Elena de Uairén, la capital del municipio Gran Sabana, a 15 minutos de la frontera Venezuela-Brasil, pero insiste en que su lugar es Wará: “Ese es mi sitio, donde botaron mi ombligo y donde sigo viviendo”, repite cada vez que le preguntan de dónde es.
Para el que llega por la Troncal 10, Wará se encuentra justo antes de entrar a la capital municipal, apenas separada del pueblo de los criollos por una montaña de arenas grises. “Pasando el Terminal”, referiría cualquier local.
Corría 1949, cuando nació la niña y el piasán Cipriano Asís y su mujer la nombraron de acuerdo con las recomendaciones de los misioneros católicos que empezaban a evangelizar, a educar, a vestir gentes, a bautizar.
A los cinco años, Benedicta perdió a su mamá. Pasaba unos días en casa de un tío y después se iba a donde una tía. De casa en casa, aprendía lo que se podía. Eso sí, siempre cerca del padre, de sus ritos, cantos, oraciones.
“Uno (el piasán) se transforma a través el tabaco y el espíritu de uno sale y va corriendo por los cerros hasta donde están los mawari y ahí recoge el espíritu de la persona enferma”, así cuenta Benedicta.
Ella fue capitana y ahora es miembro del Consejo de Ancianos de su comunidad; finalmente, logró estudiar a través de las misiones; en un carnaval, se coronó virreina de la tercera edad; pertenece a la Orden Franciscana Tercera y participa de los grupos de mujeres abocadas al trabajo comunitario.
Hace un año, tal vez un poco más, abría las sesiones de un evento organizado por la Fundación Mujeres del Agua con un ritual cargado de energía. La periodista que cubría el encuentro quiso documentar su intervención en video, si embargo, el archivo se contaminó y no pudo ser reproducido. El resto de los videos y fotografías permanecieron intactos ¿Azar?
Al cierre de la jornada de discusiones, Benedicta atendió a una de las asistentes. La mujer acudió a ella desesperada, después de cuatro días con dolor de cabeza. Benedicta oro, teniendo entre sus manos un vaso de agua; se lo dio a tomar a la paciente; hizo lo propio con un frasco de alcohol; se lo hizo untar en las sienes y, de inmediato, la mujer le agradeció el alivio.
Kavanarú Pachí, así se llama su grupo baile y canto tradicional. Ella es una de los voces inmortalizadas en el disco Cantos de mis abuelos, patrocinado por Edelca. Recientemente recibió del Ministerio del Poder Popular para la Cultura la distinción que la acredita como Portadora del Patrimonio Cultural Inmaterial de Venezuela. No es demasiado, a la piasán aún le quedan fuerzas para levantarse bien de mañana e ir al conuco.
En plena Perimetral, la vía que lleva a la frontera, estos avisos invitan a consumir pasapalos y candidatos brasileros (Fotografía Morelia Morillo).
Los pobladores de esta frontera, la del sureste extremo de Venezuela, somos blanco de dos campañas electorales al mismo tiempo. Desde hace semanas, nos disparan tanto desde el flanco venezolano como del brasilero.
Los venezolanos elegiremos a nuestros parlamentarios el 26 de septiembre y los brasileros asistirán a sus centros de votación para escoger presidente (¿o presidenta?), senadores, diputados y gobernadores el día 3 de octubre.
Los aspirantes venezolanos hicieron lo de rutina: vinieron, se apoderaron de las radios comerciales, visitaron los barrios más poblados, arengaron a sus seguidores, se comprometieron, abrazaron, cargaron bebés, dejaron algunos afiches, calcomanías y se fueron a los pueblos más poblados del circuito.
La Gran Sabana apenas concentra 6% de los votos correspondientes a la inmensa Circunscripción Electoral 3 del Estado Bolívar. Con alrededor de 37% de los electores, Piar, Angostura y Sifontes son, sin duda, más apetecibles.
Los brasileros, por su parte, no se conformaron con tapizar Villa Pacaraima (VB8, La Línea). Repartieron calcomanías entre los cientos de taxistas venezolanos y rotularon tantos carros venezolanos como el dinero o sus relaciones de amistad se lo permitieron.
En Santa Elena hay quienes celebran el haber recibido 200 reales por llevar en sus parabrisas traseros la cara y número de algún candidato brasilero. Otros juran que marcaron sus carros por pura y simple amistad con el aspirante.
En Brasil, el voto es un derecho y un deber y quienes renuncian a ejercerlo son multados. Para los candidatos y sus seguidores vale la pena pasar la frontera y conquistar a los paisanos que viven en Santa Elena. Aunque lleven años fuera su país, ellos votarán.
De un lado a otro de la línea fronteriza, transitan carros de placas venezolanas con propaganda brasilera, carros brasileros con propaganda brasilera, algunos carros venezolanos con propaganda venezolana y pocos carros brasileros con propaganda roja o unitaria.
A muchos, los rostros de Romero Jucá, María Helena, Anchieta, Quartiero, Marluce Pinto, Naldo y Bebé nos resultan más familiares que los de Ornella Arbelaez y Américo de Grazia, los candidatos del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y de la Mesa de la Unidad (MUD).
Tereza (1510) mantiene un programa bilingüe al aire en una de las emisoras de radio venezolanas.
En estas ciudades gemelas, como las llaman algunos, siempre hay un plan B: para unos es Brasil, para otros es Venezuela. Por momentos, la campaña nos hace pensar que podemos votar de un lado o del otro.
El ocumo,el ñame y la yuca se compran aquí;la zanahoria allá (Fotografía de Eduardo Vera)
Los diarios nacionales anunciaron –casi celebraron- a mediados de la semana pasada el retorno de las manzanas y las peras.
Durante días, ambas se extraviaron en los laberintos cambiarios y, desaparecidas, se tornaron más provocativas, costosas, pecaminosas.
En Santa Elena de Uairén, la capital de la Gran Sabana, comerse una manzana grande, verde o roja, o bien una pera es todo un pecado.
Corran tiempos de escasez o de abundancia, tal desliz se paga en al menos 10 bolívares por una unidad grande o en al menos el mismo monto por tres manzanitas de las pequeñas.
Por eso, cuando alguien de esta frontera se siente tentado a probar del fruto prohibido antes debe rodar 12 kilómetros, cruzar el límite con Brasil y pagarlo en reales o su equivalente en bolívares.
En las calles -disimuladamente, eso sí- el real se consigue en Bs.4.200 y en ese monto reciben la moneda brasilera los comerciantes vernáculos o bien la moneda venezolana los negociantes japais.
En general, así compramos quienes vivimos en esta frontera: lo que se puede aquí y un poquito allá. Antes, cuando nuestra moneda era realmente fuerte, todo o casi todo lo comprábamos allá.
Ahora, son nuestros vecinos quienes compran todo o casi todo acá. Y el poder de sus reales dispara los precios de todo cuanto tocan hasta el infinito.
Pasado mañana será viernes y las calles de la tranquila Santa Elena colapsarán, se inundarán de vehículos de placas grises y en las aceras será más efectivo decir “com licença” que pedir “un permisito, por favor”.
Mas por las lechugas, el jamón, los pepinos, las zanahorias y las chayotas o chucho –me gusta esta palabra- seguimos viajando al país de al lado, pues allá siguen siendo más económicos ¡Ah! Y, por supuesto, las manzanas, pequeñas y dulcitas.
¿La razón? Muy simple: allá cultivan, cosechan y venden estos productos y, como son orgánicos e incluso cuentan con sello verde, comerlos apenas si es un acto de extrema cordura, jamás un pecado.
De cada 10 carros, ocho, o bien los diez, llevan sobre el parabrisas el quita y pon fosforescente que los identifica como TAXI (Fotografía de Tewarhi Scott).
M. es contadora, T. es artista plástico, M. es profesora jubilada, J. también es educador jubilado, M. es técnico en electrónica, A. es sólo uno de los cientos de hombres expulsados de las minas de oro y diamante por el Plan Caura.
Sin proponérselo, todos coinciden en su sitio de trabajo: el asfalto, el ruedo, “a rua”, la calle.
Todos, unos de buena gana y otros a regañadientes, han tenido que destinar su único capital –su tiempo y su vehículo- a “taxiar”, un verbo que por acá se conjuga en todas las personas y tiempos. Alguien debe llevar el pan a la casa y la mayoría lo logra “taxiando”.
Seguramente, más de uno de ellos había jurado por su madre que jamás “taxiaría”, pero ya se sabe que la lengua es castigo del cuerpo y que la necesidad tiene cara de perro.
Si en el resto del país no hay empleo, en Santa Elena, en lo más profundo del sureste venezolano, la posibilidad de dar con uno no existe.
Las minas fueron cerradas por el Plan Caura, si bien muchos siguen trabajando de noche. “Después que pasa el pájaro”, explica una vecina, refiriéndose al helicóptero que “vuela bajitico para ver si las aguas de los ríos están turbias (…) Al día siguiente, les mandan una comisión para que los saque, aunque algunos pagan para que los dejen seguir”.
El puerto libre es controlado por los comerciantes de origen chino y libanés que llegan con dinero para invertir y familia para emplear.
Y el turismo sube o baja de acuerdo al acontecer nacional.
¿Y entonces de qué vive este pueblo?
Unos del “talibaneo”, es decir del contrabando de combustible que entre los brasileros se “quema” a cualquier precio, y otros del “taxeo”.
De cada 10 carros, ocho, o bien los diez, llevan sobre el parabrisas el quita y pon fosforescente que los identifica como TAXI. Algunos como el carro de T. llevan tres pues la competencia es feroz.
En Santa Elena no hay transporte colectivo. Se han dado un par de intentos. Uno impulsado por la Alcaldía y otro por la Gobernación de Bolívar. Pero ambos han fracasado. El primero porque aparentemente los autobuses se compraron ilegalmente. Del segundo, algunas busetas terminaron siendo chatarra y otras migraron a municipios más poblados pues el flujo de pasajeros de la Gran Sabana supuestamente no dio para pagar los créditos.
Pareciera que inconciente o concientemente, los de acá se boicotean esa posibilidad, que sin duda afectaría a sus muy precarias economías familiares.
El banderazo -la arrancada, el traslado por distancia mínima- está fijado en Bs. 7 por la Alcaldía, así como el resto de los precios dependiendo del destino, pero lo cierto es que el precio de una carrera suele ser el resultado de una puja entre la necesidad del pasajero y la del conductor.
Un taxista novato hace al menos Bs.100 diarios. El promedio se mantiene sobre los Bs.200. Los veteranos remontan los Bs.300. “Los amigos míos, los colombianos, hacen 500 pero esos bichos no paran”, asegura H. que está punto de graduarse de administrador, pero ejerce como taxista.
“Qué más da. Al menos aquí no hay inseguridad y uno puede salir a taxiar tranquilo”, diría cualquiera de los identificados por sus iniciales. Sólo les daré un nombre: Manuel de Jesús Vallés. Fue taxista y ahora es alcalde.
Una escultura inconclusa de nuestra patrona vela por nosotros (Fotografía de Tewarhi Scott).
Ch y R llevan cinco años juntos. Ella es indígena pemón y él mestizo. R es hijo de una mujer pemón con un hombre no indígena o criollo.
Ch y R vivieron en una habitación con entrada independiente y luego pasaron una temporada en donde la mamá de él. Ahora, arriendan una casa en Kewei.
Ninguno de sus primos o hermanos pemón, casados con pemón, saben lo que es mudarse lejos del hogar materno y mucho menos alquilar o comprar casa.
Al casarse, los jóvenes pemón apenas si migran de una a otra comunidad. Tal vez, prueban suerte en otra. Tal vez, apuestan a la mina. Pero regresan al sitio familiar, al conuco, a sus costumbres, al amparo de sus ancianos, a lo conocido, a lo seguro y ahí pasan el resto de la vida, sin mayores alteraciones.
Es un asunto de pureza. R no es puro.
Kewei es el barrio más grande de Santa Elena de Uairén, la capital municipal y la única población con mayoría criolla en el inmenso municipio Gran Sabana.
A Kewei se le conocía como La invasión, dado su origen fechado a mediados de los noventa. Pero a alguien se le ocurrió que era prudente rebautizarlo con el vocablo indígena Kewei, tal y como el río que bordea la zona y así se quedó.
Es un barrio como muchos otros de Venezuela: por radio, sus vecinos imploran agua potable; en invierno, reclaman que las casas se anegan por falta de drenajes y, en verano, que los ahoga la polvareda; denuncian que la vialidad están acabando con sus carros y que no hallan qué hacer con la basura.
En Kewei viven criollos, brasileros, guyaneses e indígenas como Ch. Ella es de lejos y arriesgó su derecho a vivir en una de las comunidades cercanas a Santa Elena el día en que se unió -“se metió a vivir”, dirían acá- con un mestizo.
En la Gran Sabana, son mestizos los hijos de indígena con un criollo o criolla. El término no es despectivo. Cuando el objetivo es deshonrar a los mestizos, entonces se les llama “media sangre”.
Probablemente para resguardar sus tierras ancestrales, el Consejo de Ancianos de Wará, una comunidad indígena ubicada a menos de un kilómetro de Santa Elena, ordenó (a comienzos de 2009) la ocupación de la cara este del cerro Akurimá y allá mandaron a vivir a los casados con mestizos o criollos.
Para ellos fue un golpe de suerte, pues en Santa Elena ya escasean los terrenos donde construir. Casi todo es tierra indígena o parque nacional.
Andrés Gómez -así se llama la barriada mestiza- creció sobre un médano de arenas grises. Sólo las calles fueron rellenadas con granzón rojo. Las bases de las viviendas debieron abrirse paso y afianzarse en el arenal.
Sobre la arena –y de espaldas a la escultura inconclusa de la patrona del pueblo- todos los vecinos construyen de prisa, como si temieran perder el terreno ganado. Ellos saben que la suerte no siempre está de su lado.
Este texto se publicó originalmente en el número 4 de la revista Marcapasos (septiembre 2007) y se reeditó en la antología Se habla venezolano (Editorial Punto Cero, marzo 2010). Hoy volvemos a compartirla por ser el día de santo y cumpleaños de la señora Elena. Fotografía de Morelia Morillo.
La de (Luisa) Elena Fernández Peña no es una historia común. Siendo su primogénita, inspiró a su padre, el controvertido Lucas Fernández Peña, el fundador de Santa Elena de Uairén, a nombrar el último pueblo al sureste del territorio venezolano, al menos a 18 horas de Caracas y a 15 minutos de Brasil. Su semblanza es a su vez la de una localidad que, de desde mediados de los noventa, viene dejando de ser un lugar sagrado, el destino perfecto para quienes atraviesan la paradisíaca Gran Sabana sobre la Troncal 10, para transformarse en una singular Babel.
. Es viernes de mercado y Santa Elena de Uairén está a reventar. La venta es en la calle Roscio. Desde las cinco de la tarde del jueves hasta bien pasado el mediodía del viernes, el circuito en torno al cual creció este pueblo minero –decretado después puerto libre, con pretensiones de refugio para turistas aventureros – es intransitable.
Por decreto presidencial vigente las minas son cada vez menos; el puerto libre es aún un concepto abstracto: muy pocas compañías tienen sus licencias al día y la suerte de quienes se dedican al turismo se mece en un subibaja que se mueve según las noticias que acerca del país se publican en el extranjero o los recursos de los viajeros nacionales.
Hoy, como ningún otro día de la semana, las aceras y las calzadas de la capital de la Gran Sabana son un colage de razas, de nacionalidades, de culturas: En la Roscio, los indígenas pemón venden los productos del conuco, pero cada vez el mercado es menos de indígenas y más de buhoneros, mercaderes de todo tipo de mercancía venidos de cualquier parte del país y de artesanos del mundo. En las otras calles, los brasileros –favorecidos por el cambio, sobre los 1.700 bolívares por real– compran por docenas las sillas plásticas y se disputan con los locales los productos de la cesta básica; los turistas extranjeros apenas se percatan del hervidero, tan poco parecido a la sabana de las postales, al paraíso protegido por el sector oriental del Parque Nacional Canaima o al hippy Paují.
En Santa Elena abundan los carros. No hay transporte colectivo, así que la mayoría se gana el pan “taxiando” y hay casi tantos taxis como personas con bocas que alimentar. (Manuel de Jesús Vallés, el alcalde actual, fue taxista). La otra gran fuente de ingresos es la venta doméstica de gasolina. A los revendedores del combustible, a punta de chupadas y escupitajos, se les conoce como “talibanes”. Al norte o al sur de los hitos, las ofertas de los contrabandistas brasileros rondan los mil bolívares por litro.
Esta es la Santa Elena de la última década, un caos que crece hacia el fin de semana.
Hoy, viernes de mercado, (Luisa) Elena Fernández Peña y su hermano José Jesús salen de uno de los más concurridos de la docena de supermercados del pueblo y van a otro sobre las Cuatro Esquinas –el cruce a partir del cual se extendió la pequeña ciudad y el centro de operaciones de los “trocadores” que a viva voz ofrecen dólares o reales–. Regresan a casa con las manos vacías.
Ella es la mujer que inspiró a su padre a nombrar el sitio que se convertiría en el último pueblo al sureste del territorio venezolano: Santa Elena de Uairén. También para él, su primer nombre (Luisa) pasó desapercibido, como entre los paréntesis. Ella, con ochenta y siete años, no soporta el bullicio de este pueblo que nada tiene que ver con el paraíso de sus recuerdos: unos pocos indígenas, mucha neblina, mucho verde, mucha agua cristalina y una casa llena de hermanitos.
. Elena Fernández lleva sombrero de paja, lentes oscuros, blusa estampada, collar de falsas perlas, anillo de graduada y prendedor de opaca pedrería. Su cabello y sus cejas van retocados y si su dentadura no es la que Dios le dio a simple vista luce sana y auténtica. El sombrero es mera costumbre de los que han vivido a la intemperie. Está nublado, a ratos llovizna. Astuta y de carácter fuerte, seguramente sabe que esa prenda de copa modesta y ala amplia le suma reciedumbre y por eso pasa de largo sobre las críticas de Isabel, la cuarta de la dinastía, quien se empeña en que se descubra, en que recuerde, en que hable, en que cuente, en que calle. En presencia de Isabel, Elena es más bien reservada.
Lucas Fernández Peña nació en El Baúl, estado Cojedes. Recorrió los confines venezolanos, por el extremo sureste, en 1921. Las versiones, acerca de sus motivos para internarse en estas tierras (entonces al margen de la justicia terrenal) no son pocas, si bien pocas le favorecen tanto como la de su hija mayor.
Culpable o no, en la memoria de su Elena, Fernández Peña es un héroe. Cuenta que su padre era un nacionalista y que fue esa (y no otra) la razón por la que ubicó en ese primer viaje los alcances del territorio patrio. Relata que en su prima aventura “papá” no consiguió en la zona más que indígenas pemón y que a su regreso, dos años más tarde, lo sorprendió la bandera inglesa sobre el cerro Akurima –voz pemón que se traduce como el sitio de las arañas rojas– y los indígenas balbuceando el idioma de los colonizadores adventistas. “Defendió el territorio nacional sin matar gente, sin golpear a nadie. Les dio 24 horas para que se fueran”.
Elena asegura que fue así como su padre controló la situación. Izó el pabellón tricolor y fundó Santa Elena, inicialmente su casa, luego parte del municipio Sifontes del estado Bolívar y desde 1989 la capital del municipio Gran Sabana. Inocente o no, el vicario apostólico del Caroní, monseñor Diego Nistal, lo recomendó como policía de fronteras. Fernández P. era el único criollo en el Alto Caroní. Durante años, el cargo fue suyo.
Lugar de cazadores de fortuna, en la localidad la historia de Elena y del pueblo es tarea obligada en alguna escuela o un dato reservado a los fisgones.
. “La casa de los Fernández Peña” se encuentra en la vía que une Santa Elena de Uairén con la comunidad indígena de Manak-Krü, casi al frente de la Residencia Presidencial _un caserón de piedra y tejas por donde han pasado los presidentes de la República de antes y el de ahora en sus visitas a esta frontera_ y a metros del templo levantado por los capuchinos (1950) y que hoy es también la Catedral. (Si hay buen tiempo, Elena va a misa de ocho los domingos).
En casa casi todo es como antes. Elena sigue viviendo en una pequeña colina, desde donde se ve todo pero al margen de las miradas forasteras. Vive en la calle que alguna vez fue nombrada con sus apellidos, que después llevó el nombre del misionero Nicolás de Cármenes y que finalmente tomó (como opción intermedia) el del laico general Urdaneta. Una vivienda rural de las tantas concebidas por la democracia venezolana de los setenta como parte de la guerra contra la malaria. Está construida –a la sombra de un mango antiguo– sobre el terreno en el que ha vivido toda la vida; dos de sus hermanos son sus vecinos: José Jesús, sus hijos y nieto a la izquierda e Isabel en el bahareque de la derecha. . “Aquí estamos las dos hermanitas: felices, ella con sus matas y yo con mis animalitos”, sonríe Elena.
Entre las residencias de ambas, sobreviven de pie los cuatro palos del hogar paterno y humea la cocina de leña en la que Elena, con la ayuda de un par de diligentes indígenas, guisa res, pescado y arvejas; hace las infusiones de citronella y toronjil que, junto al ayuno frecuente, preservan su buena salud y el café, que sirven en el pocillo de porcelana empotrada en acero inoxidable reservado para la visita, cada vez más esporádica. Elena teme que sus amigos la olviden.
En esos terrenos está también el peladero que dejó el potrero del jefe del clan y un museo que se empeña en levantar, sin mayores recursos, la mayor de sus hijos. “Esto (la Sabana) alguna vez fue mar y mi papá consiguió muchos fósiles. Le voy a guardar sus cositas. Quiero resguardar su memoria porque la gente habla muchas cosas que no son”.
Las enramadas de orquídeas, las empalizadas que protegen las rosas, una diezmada bandada de gallinas, los ocho patos, los catorce gatos, Plutón, un perro malhumorado, un río y cinco vacas. Elena ama la naturaleza: “Los animales avisan lo que va a pasar y el que no sabe eso no sabe nada”
Al otro lado de la cerca de alambre de púas, que separa la colina de los Fernández Peña de la calle Urdaneta, Santa Elena sigue a su ritmo, una cadencia mestiza de reguetón, fogó, llaneras, vallenatos; mineros, “talibanes”, invasores, pequeños empresarios turísticos, ecologistas. Un camión pasa a toda velocidad. Elena calla y cierra sus ojos como si quisiera olvidarse de eso en lo que se ha convertido la aldea que su familia comenzó a poblar y que ahora tiene quince mil habitantes, en la que empiezan a asustarla el hampa y los “desconocidos”. “Yo antes salía, se hacían fiestas, pasaban invitaciones formales y uno iba con la familia, pero todo ha cambiado”. A Elena le gusta el pasodoble y eventualmente un güisqui para mantener su hipertensión a raya.
Está impactada por las noticias que escucha por la radio sobre lo que pasa al otro lado de su alambrada, por los rumores de atracos nocturnos en la Troncal 10, la carretera que une a Santa Elena con el resto del país. “Dicen que bajan a la gente, que los desnudan, que les quitan todas sus pertenencias ¿Qué está pasando con mi Sabana? eso nunca se había visto, este era el lugar más tranquilo del mundo”.
. El domingo amaneció nublado y ella prefirió resguardarse en casa. Pero el lunes la conseguí leyendo la Pequeña Biblia frente al fogón. Elena se levantó tan rápido como pudo y de nuevo me llevó al porche; apenas entreabrió la puerta –marcada con una calcomanía de esas que dicen “Aquí somos católicos, amamos la virgen…”– para sacar un par de sillas de mimbre y entonces, para mi sorpresa, me invitó a pasar.
El discreto recibidor, en perfecto orden, está tapizado de fotos de familia: de Lucas Fernández Peña con sus hijas, de Lucas Fernández Peña con un par o un trío de nietos, de Lucas Fernández Peña con al menos una docena de sus descendientes, todos de mirada profunda, serena, lejana. Todos con las facciones de él y muchos con el color arcilloso de la madre. “El era hombre blanco”, acota Elena. Sobre un atril están los rostros jóvenes del padre y su esposa María impresos en una escudilla de plata peruana.
Los Fernández Peña son una casta unida por la sangre de su padre, que con María Josefa, un indígena waika con la que contrajo nupcias el once de octubre de 1931, tuvo diez hijos, y otros diecisiete con otras dos mujeres del lugar. Los veintisiete se conocieron y se quisieron, o al menos se aceptaron y respetaron como hermanos; todos, con sus apellidos o no, reivindican su vínculo con el fundador de Santa Elena. Hace poco murió Gilberto: el mayor de los varones fue sepultado en el cementerio familiar, en plena sabana. Elena lleva el luto por dentro.
Los venaditos de porcelana sobre la mesa de centro, el busto de Bolívar en yeso y tonos ocres, los reconocimientos, una cocina sin rastro de uso, tres enormes tinajas rojas que sirven para almacenar el agua de tomar y la fotografía de un avión que ella identifica como un DC3. “El primero que voló a esta zona, costaba cincuenta bolívares el pasaje”.
Fueron muchos los aviones que tocaron estas fronteras desconocidas. Elena conoció a Jimmy Angel, el aviador norteamericano, el descubridor oficial del Kerepakupai Meru (Salto Angel). Con él sobrevoló Roraima. Elena se asustó, pero pronto recobró el aliento. “Era el primer vuelo de Angel desde Santa Elena. Para mí fue algo grandioso: ver al mundo bajo los píes de uno y uno volando como un ave”. Elena se enamoró de los aviones, de los viajes y nombró a Angel su padrino.
“Era gordo y amable, al igual que su esposa. Ellos acampaban aquí en el patio porque el señor Jimmy trabajaba con papá en registros fronterizos. La señora siempre me traía muñecas, pero yo ya estaba grande y como ella veía que no me emocionaba me preguntó ¿Te gustan las revistas?”
Más tarde, Lucas Fernández Peña pasó a ser el jefe de aeropuerto y Elena su secretaria; tras el retiro del viejo, Elena lo sucedió en el cargo, de ahí salió jubilada. “Ella fue la primera mujer jefa de aeropuerto de Latinoamérica”, presume su hermano el morocho Juan Miguel. Elena viajó a Caracas para entrenarse en el Ministerio de Transporte y Comunicaciones. La ciudad le pareció muy bella. La visitó varias veces. “Veía las luces de Caracas como estrellas preciosas”.
En dos oportunidades cruzó el continente rumbo a Estados Unidos, en donde reside su hermana Diana, casada “con uno de la Nasa” y hoy viuda. “Tanto que me hablaban de que esa gente era déspota, pero yo no vi sino la cultura, la educación”. Paseó por Los Ángeles, Seatle, San Francisco y Las Vegas. Pero en Alaska se asustó mucho porque vio toneladas de hielo. Elena no hizo si no recordar su pueblito, su casita, su lugar.
. Porque ella creció en casa. Tenía diez años cuando llegó a la Sabana la Misión Capuchina, que primero se estableció sobre el Akürima y a los días se mudó a una habitación que Fernández Peña, para entonces policía, les cedió. Elena empezó a estudiar, llegó a sexto grado. Se expresa con propiedad y absoluta corrección. A Elena le gusta leer historia de Venezuela.
La mayor de los Fernández Peña nunca se casó. ”Era muy exigente, muy celosa (…) Quedé inmunizada contra el amor”. Tal vez, vivió muy de cerca el sufrimiento de su madre ante las andanzas de su padre, las desilusiones de sus amigas ante los deslices de sus maridos. Su último pretendiente fue un alemán, un comprador de oro y diamantes de la zona de Ikabaru, una de las localidades mineras más pujantes durante la última mitad del siglo pasado. Pero a él, como a los anteriores, al verle “un punto” (un defecto) lo despachó con anillos (de matrimonio) timbrados inclusive.
Le hubiera gustado tener sus “muchachitos”, pero si bien Dios no le dio hijos el diablo la hizo tía de medio pueblo. Uno de esos sobrinos me confió que su tía adoptó, sin más trámite que el cariño, al hijo de una de las indígenas que le hacen compañía. “Es muy delicada y a él le permite lo que nunca nos permitió a nosotros: acostarnos en su cama”.
Ezequiel Andrés, su ahijado de once años, hizo la primera comunión a mediados de junio; sino llueve, la acompaña a la misa los domingos y los viernes al mercado.
Jesús De La Torre, encargado de la Educación Religiosa Escolar del Vicariato Apostólico del Caroní, asegura que Fernández Peña designó como Santa Elena a su sitio familiar. Los capuchinos llamaron San Francisco de Uairén a su misión, en las cercanías del río Uairén. Y en Caracas, a más de mil quinientos kilómetros, alguien fusionó el lugar de origen de la correspondencia fronteriza en una opción intermedia, diplomática: Santa Elena de Uairén. De la canonizada epónima hay una estatua inconclusa en la entrada del pueblo. Y en el río Uairén agua contaminada.
Muchos diamantes ha dado la Gran Sabana, a pesar de las diversas y estrictas figuras de protección ambiental que prohíben la actividad minera en esta zona, pero ninguno tan nombrado como el “Barrabás”: su historia y la del hombre que lo extrajo son un relato entre la realidad, la fantasía, la memoria y el olvido
Ese
día, de 1942, James “Barrabás” Hudson, “Támbara” y “el Indio” Solano
amanecieron como de costumbre: hambrientos, más desesperados por un cigarro que
por un plato de comida, fijos en la idea de dar con un diamante y sin un
céntimo.
Fumaron
y corrieron a donde el bodeguero en busca de algo de comer. Al otro lado del
mostrador, Gilberto Dale no sucumbió. Todavía, hace poco, en una de las
pulperías de la mina El Polaco hay uno de esos carteles que indican: “Hoy no
fió, mañana sí”.
“A las dos o tres la tarde, de un barranco, en
la planada de El Polaco, ya tenían el diamante; eso se hizo voz pública y todo
el mundo salió a ofrecerles”, recordó Federico Sáez, dos veces alcalde de la
Gran Sabana, en el sureste profundo de Venezuela. Gilberto Dale, un
norteamericano, se transformó en el representante de los nuevos ricos.
Sáez
llegó a la Gran Sabana en mayo de 1942. “Yo tenía 18 años, nos echamos 37 días
de Tumeremo a Santa Elena de Uairén”, hoy
el recorrido se completa en cinco horas.
Como
él, 59 personas y 60 bestias cargadas subieron la escalera de Sierra de Lema,
caminaron las inmensas sabanas con vista al Roraima, al Kukenan y superaron las
aguas del Yuruani, del Kukenan, del Uairén.
“Aquí
sólo había un carro y era de la misión, un Jeep rojo recuerdo”. Al llegar,
varias de las mulas, caballos, burros y bueyes fueron vendidos a los
brasileros, los demás continuaron cargados de mercancía hacia La Patria, LaFaizca,
La Esperanza y El Polaco. “En esta última mina, tuve la dicha de conocerlos a
los tres”.
De El Polaco a Nueva York
En
2007, El Polaco era el hogar de ocasión de aproximadamente 300 personas.
El
pueblo ocupaba las islas de arena y granza entre las lagunas dejadas por las
intervenciones del río Surukun. Desde el aire era un área devastada, rodeada de
selva.
Había
varias bodegas y una venta de víveres de la Misión Mercal. La escuela estaba
pintada de un azul oscuro aceitoso y apenas si tenía cristales en sus ventanas.
Las calles eran de tierra y las casas de zinc. Casi todas las barracas poseían antenas
de televisión satelital. La basura vagaba a la intemperie.
En
2007, en El Polaco, ya no quedaba ninguno de los contemporáneos de aquellos
tres. Algunos se fueron tras las bullas, que es como ellos llaman al mágico en
que la tierra “echa” cochanos o piedritas brillantes. Otros murieron. Muchos
víctimas del paludismo o curtidos de leishmaniosis, de llagas bravas.
.“¿Qué
si era muy grande? ¡Tenía el tamaño de una cebolla pequeña! Pesaba 155 quilates”, gritó Otto Escalante,
un comprador de diamantes local, mientras que entre sus dedos índice y pulgar
simulaba un rombo.
“Estoy
seguro de que las piedras que pasan de un quilate son algo excepcional”.
“Támbara
me contó que, cuando lo consiguió, él dijo éste es el fenómeno de El Polaco y
lo puso aparte, pero él y el Indio Solano,
que eran dos muchachos, tenían la duda
de si era o no un diamante”. Lo lanzaban al aire, lo dejaron a un lado y
siguieron trabajando. Barrabás, en
cambio, volvió al corte, al final de la jornada y rescató la piedra.
Angélica
Miranda, una de las mujeres con más años en el sector, una enfermera jubilada,
diabética, natural de Ciudad Bolívar, capital estadal, lo recordó: “Era un
trompo bellísimo, que lo ponían a bailar así. Lo cierto es que hay una mata de
guama y ahí, debajo, un hueco en el que él (Barrabás) se consiguió la piedra”.
El
guamo permanece casi suspendido en el aire. Del subte, por donde puede cruzar
una persona, habría salido el “Barrabás”, camuflado en su aspecto blanquecino,
lechoso.
“De
ahí, del hoyo bajo el guamo, se fue pa' Santa Elena. Lo agarraron unos, se lo
llevaron pa' Caracas y le entregó la piedra a unos más vivos. Dicen que en una
mesa de 13 personas le dieron un martillazo a la piedra. Todo el mundo agarró y
el Barrabás se quedó sin nada, nunca vio dinero porque lo que necesitaba se lo
daban. Lo que tenía eran más deudas que cualquiera”, relató Miranda.
Se dice que, en Caracas, los mineros y su representante hicieron
negocios con la Casa Harry Winston de Nueva York; que la joyera fraccionó la
piedra en tres pedazos y que uno de ellos recibió el nombre de Libertador; otro habría parado en
manos del actor Richard Burton y luego en el dedo de su amada de ojos violeta, Elizabeth Taylor.
Taylor lo habría lucido por
primera vez en un baile benéfico en el Principado de Mónaco. Diez años más
tarde, la construcción de un hospital en Bostwana, la llevaría a venderlo en 3
millones de dólares. Donó todo.
Los
mineros habrían recibido alrededor de 200 mil bolívares, un monto que apenas
les dio para pagar las deudas heredadas del frenesí y alargar los días de
bonanza y relajo.
De vuelta
Juvenal
Gil, un hombre que al sonreír expone un par de caninos de oro, conoció a
“Barrabas” Hudson en Ikabaru, a 120 kilómetros de Santa Elena. “Barrabas” llegó
con algo de dinero y el deseo de emprender un negocio o hallar una nueva
piedra.
“¿Qué
si lo conocí? Este pueblo se fundó en
1948 y yo llegué aquí con seis años. Claro que lo conocí. Era un negro altote,
medía casi dos metros y le gustaba jugar barajas, amanecía jugando. Yo le
vendía chocolate caliente. Trabajé con él en la mina. Aquella vez el devengó
unos 100 mil bolívares. Se casó con Erasma Almeida, tuvo un hijo que llegó a
ser general de la Fuerza Armada. Aquí vivió con la señora Fernanda Rueda”.
En
Ikabaru, Barrabás se encargó de La Orchila, un prostíbulo.
“Yo
trabajé con Barrabás y la señora Fernanda en La Orchila, él vendía cervezas y ofrecía mujeres
venezolanas, colombianas y brasileras a los mineros de Ikabarú. Era negro, negro.
Se le veían los ojos nada más y, cuando se reía, los dientes de oro. Ya para
ese entonces no tenían nada”, contó Ernesto Vergiano, un pemón de Parkupik.
.
De
La Orchila queda una casucha con techo de zinc, revestida con pintura de aceite
azul. Los apartados, hechos de madera y bloque, desparecieron.
“Después
se quedó solo y se fue a vivir en su casita de la Calle El Dorado, en
Tumeremo”, mencionó Juvenal Gil.
De Miraflores a Upata
El
sitio web del Municipio Sifontes, del cual es capital Tumeremo, destaca, que en
esa ciudad vivió James Hudson, “quien encontró el diamante más grande conocido
hasta ahora, del tamaño de un huevo de gallina, al que se le dio el nombre de
Libertador, vendido en 150 mil dólares, tallado y fragmentado se dice que es
hoy una de las joyas de la Reina de Inglaterra”.
En
Tumeremo, todos tienen algo que decir: Que lo invitaban de casa en casa y de
taguara en taguara. Que Medina Angarita (el gobernante de aquel entonces) lo
invitó a Miraflores. Que asistió con sombrero de pajilla. Que cambió el caballo
por un carro negro enorme. Que se casó con una muchacha de buena familia y tuvo
con ella un negrito al que llamaban “la piedra de Barrabás”. Qué si Támbara
también se casó y alquiló un avión de Aeropostal para gozarse su luna de miel
de pueblo en pueblo.
En
la calle El Dorado se encuentra la Plaza La Mina, cuya figura central -barbado,
bajito, de sombrerito, con pala, batea, suruca y perro- se supone es Barrabás,
pero a Pedro Vallés, nativo de Tumeremo, le resulta irreconocible.
“El
era un negro altote y este es blanco y
bajito. Era un hombre muy risueño, que se echaba unas carcajadas durísimo,
como si fuera sordo. Fíjate que el perro parece una cebra. Yo siempre me
pregunto quién sería el escultor y por qué no le puso el tabaco”.
“Una
vez vinieron unos periodistas, nos pusieron a llenarnos de barro y nos
filmaron. Después volvieron y le trajeron unos reales. Con eso montó la
taguarita”, relató.
Barrabás
pasó sus últimos años en la calle El Dorado, en una casa de bahareque y techo
metálico, que entonces era una venta de cerveza y ron, nombrada La Fortuna y
ahora una licorería identificada como Los Chaguaramos.
“Yo
vi morir a Barrabás, eso debe haber sido en 1992. Prestaba servicios en el área
curativa del Gervasio Vera Custodio de Upata”, recordó Asdrúbal Bonalde, enfermero del Hospital Rosario Vera Zurita de
Santa Elena. Upata es la capital del
municipio Piar.
“Si
mal no recuerdo, sufría un problema respiratorio, tendría más o menos 80 años.
Yo no sabía quién era, pero los compañeros me hablaron de él. Lo acompañaba un
amigo. No tenía ni para comprar los remedios, murió en la inopia”.
Las tigras albinas fueron donadas a un zoológico brasilero (Fotografía de Yirla Bolívar).
Pasando la Aduana Ecológica de Santa Elena de Uairén, la alcabala de la Guardia Nacional (GN), los uno, dos, tres, cuatro reductores de velocidad y la plaza de las banderas, en plena línea fronteriza, se pisa Villa Pacaraima.
Pacaraima o BV8 es la localidad fronteriza brasilera. Se le conoce así porque se encuentra sobre el hito identificado con ese código.
Es sencillo llegar allá: “Abra la maleta”; “Si, como no”; “Siga”. Quienes vivimos acá hacemos el trayecto al menos una vez a la semana. Vamos y retornamos. Hay quienes cruzan de un pueblo al otro y no vuelven jamás. Chablí y Tará no volverán. Samuel aún no sabe qué hará cuando se despida de las tigras.
Samuel es el domador del Circo Tihany. Chablí y Tará son dos tigras albinas de bengala. Los tres viven, desde hace un mes, frente a la Aduana brasilera.
Ellas fueron donadas a un zoológico del Brasil. Él espera que se las lleven y hacer una nueva vida. Vive entre felinos desde los siete años. Ya tiene cuarenta. Dice que quiere una mujer, un hogar, parar de viajar. Pero, por lo pronto, su vida es de ese par de hembras absorbentes, posesivas.
Les limpia su jaula; les descongela y sirve cuatro pollos crudos dos veces al día. Cada una devora, con vísceras y patas incluidas, dos a mediodía y dos al final de la tarde. Les da agua; las asea; las acaricia; juega con ellas; las pasea; de tarde en tarde, se zambulle de cabeza en la boca de una de las fieras, tal y como lo hiciera en sus noches estelares bajo la enorme carpa del Tihany.
Samuel lleva el bindi, un lunar de polvo rojo que entre otras cosas representa sabiduría oculta, energía, poder de concentración. “Soy puro de corazón, de lo contrario, ellas saltarían sobre mí”.
Sin hacer ruido, el trío se apartó de la caravana que partió rumbo a Puerto Ordaz (Ver Tihay vino y se fue, publicado el 9 de julio de 2010). Ellas son dos tigras albinas de bengala nacidas en México. Él es un malayo, de acento mexicano. Ellas son Chablí y Tara. Él lleva un nombre tan largo, tan difícil de recordar, que ante los occidentales prefiere presentarse como “Samuel”.
Comparten un trailer blanco con vista a la vía internacional que comunica a Brasil y Venezuela. Ellas viven en el área rodeada de barrotes cromados. Él vive en el mismo trailer, pero a un costado de las jaulas.
Ellas se mueven como lo que son, como tigras enjauladas: rugen; se abandonan en el piso; vuelven a andar; se sientan cual esfinges, reservadas enigmáticas; se incorporan; lanzan un zarpazo para espantar a los curiosos que cada vez son más. “Não ponha a mão na grade” ¡Doações aquí!”, advierte una hoja arrancada de un cuaderno.
Él va de un metro al otro de su refugio. Ahí están su dormitorio, su cocina, su baño, su depósito, su biblioteca, su estar, su oficina y su sitio sagrado, en donde conviven deidades hindúes con la Virgen de la Chiquinquira.
“Yo soy su domador, yo las cuido, yo las alimento, yo todo; para que el animal pueda enamorarse de mí y yo pueda entender todo lo que le pasa”. Él es su todo, está con ellas desde que nacieron en una finca mexicana hace nueve años. Ellas, también lo son todo para él. Tuvo una novia. Una hermosa mujer de circo que a ratos se asoma a la pantalla -hecha trizas- de su laptop.
“Jugando, como si pelearan, ellas movieron el trailer y rompieron mi computadora (...) Ella era mi novia, nos separamos porque quería dejar de viajar, que yo dejara los animales”, cuenta sin reparar en la analogía.
En un mes más, les tocará el turno a él y a las tigras. Ellas irán a un zoológico, a algunos de los tantos ubicados en el enorme Brasil ¿Él? No sabe a dónde irá.
La vieja catedral de Santa Elena es de piedras de la zona (Fotografía de Morelia Morillo).
De lunes a viernes, a las 6:30 de la tarde, hay misa en la Iglesia San Francisco de Santa Elena de Uairén. Pero casi nadie asiste.
El padre Eleazar insiste en predicar desde el púlpito aunque podría hacerlo sentado sobre el primer banco, de cara a las tres mujeres que lo escuchan sin falta: la señora Noemí y dos de sus amigas de toda la vida.
Eleazar es uno de los dos sacerdotes encargados de los oficios religiosos católicos en Santa Elena. Es español, pero está por acá desde los noventa.
La señora Noemí es una catequista. Nació en Guiria, estado Sucre; pero, hace 40 años, se casó y se vino a la Gran Sabana. No sabía hacía dónde venía, pero, al llegar, compartió amores entre su marido, dos hijos, el sitio y se quedó.
El templo se encuentra sobre una esquina de la Perimetral, la vía que atraviesa Santa Elena bordeando el río Uairén, la misma que lleva de Venezuela a Brasil.
Adentro, apenas se oye la homilía. Afuera, hay tráfico rápido y cornetazos; en la medida en que el pueblo crece, la esquina de la San Francisco despunta cada vez más sobre el pavimento. Recuerdo aquel cuento infantil La estatua y el jardincito, ambos fueron removidos para cederle espacio a la autopista.
Los domingos, en la nueva catedral, en la de Brisas del Uairén, la concurrencia apenas es mayor: Sergio, el arquitecto que diseñó la obra y su mamá, la señora Esther. El constructor y su mamá. Ugueto, el creador de los murales que dejan colar la luz a través del techo de la basílica. Santini, la odontóloga que hace la colecta. Rosa, la traductora oficial, catequista y sus dos hijas. Un matrimonio de ancianos. El muchacho pemón que entona los cánticos. Una docena de niños indígenas, ansiosos por recibir su primera comunión y, por supuesto, monseñor Guerrero, el quinto vicario apostólico del Caroní.
En cambio, en la vieja catedral, en la de Manak Krü, la comunidad indígena contigua a Santa Elena, apenas si cabe un alma más. Son las ocho de la mañana del domingo. El pueblo crece pero la feligresía católica no o, tal vez, muy poco; los fieles prefieran ir a misa en donde siempre. Muchos son hijos, nietos y bisnietos de aquellos que en 1950 inauguraron la capilla de piedras.
El padre Eleazar dice que “el primer cambio que hace una persona cuando abandona su lugar de origen es la religión y aquí casi todo el mundo viene de otros lugares del país (y del mundo)”. De Maracay, Caracas, Alemania, Francia, el Líbano, Taiwán, Brasil, Guayana, Colombia, Perú.
Así que al llegar –y al saberse tan lejos de la familia y sus costumbres- muchos optan por hacerse adventistas, testigos de Jehová, devotos de Sathya Sai Baba, por iniciarse en la Masonería, practicar el Mahikari, seguir las enseñanzas de Triguirinho o incorporarse a grupos cristianos como Luz del Mundo o Hechos de la Biblia Abierta.
El Grupo Sai tiene un templo acreditado internacionalmente. Hay un espacio cristiano en cada barriada. Y, obedientes, muchos han llegado acá por órdenes de los hermanos mayores.
En la Gran Sabana, según las cuentas del padre Eleazar, hay cerca de 30 grupos religiosos, buen número para un municipio cuya población ronda los 35 mil habitantes. Los indígenas pemón, alrededor de 30 mil, siguen siendo católicos o adventistas; muchos de los criollos fueron católicos, ¿Ahora? No se sabe.
Durante días, los camiones del Tihany se hospedaron en el patio de la Aduana Ecológica (Fotogafía de Yirla Bolívar).
En cinco años, dos circos se han aventurado a probar suerte en la Sabana.
El primero se montó en Villa Pacaraima, recostado sobre los hitos, de cara al Brasil. Motos, caballos, trapecistas, un viejo elefante; lo suficiente para recordarnos -o mostrarnos- cómo es el circo y llenar cada función.
El segundo, “el circo de los pela bolas”, apenas si pudo levantar lonas, a un costado de la laguna de Carará en el mero corazón de Santa Elena, cuando ya la Alcaldía le ordenaba desalojar. “Eran una parranda de hippies”, argumentaban algunos. “Tenían muy mal aspecto”, despachaban los otros.
.Luego, vino el Tihany.
Llegó a mediados de junio pasado. Eran las seis de la mañana y, como casi siempre sucede por estos días, una vez más llovía. De entrada, pocos se percataron de su arribo. El pueblo duerme hasta tarde.
Una centena de camiones y casas rodantes atravesó el pueblo por la vía perimetral que une a la Troncal 10 con la carretera Internacional que lleva a la frontera con Brasil. Como cualquier lugareño, sus choferes debieron reducir la velocidad en cada uno de los siete “policías acostados” (reductores) y, finalmente, embalarse rumbo a la Aduana Ecológica de Santa Elena de Uairén.
Pero la enorme carpa del Tihany Spectacular -27 metros de alto de acuerdo con las cifras de la compañía encargada de su show en Venezuela- jamás se montará en Santa Elena de Uairén, la capital del municipio Gran Sabana.
Sería un espectáculo visual: la enorme carpa posada sobre la inmensidad de la Sabana, con el Roraima como telón de fondo; de día, una caravana en el medio de la nada; de noche, un sinfín de lucecitas de colores titilando en la oscuridad infinita; pero los números no dan: el toldo puede albergar a más de 2.000 personas y Santa Elena tiene alrededor de 20.000 habitantes.
Los vehículos pararon en el patio de la Aduana Ecológica durante dos semanas; mientras algún representante del circo se movía en la tramitación de de su permanencia en territorio venezolano.
Por algún motivo, en uno ¿o dos? de esos tantos camiones dormitaban dos tigres y todos los niños del pueblo soñaban con verlos.
“¿Los viste?”, se preguntaban unos a otros. “No, no pude. A esa hora estaban paseando por la pradera”, le respondió una de sus amigas a mi dulce Vio.
.Sin show de despedida, una noche de sábado, la tropa del Tihany se fue rumbo a Puerto Ordaz, a 800 kilómetros de Santa Elena.
Los del Tihany obtuvieron sus permisos y nosotros nos quedamos con las ganas de presenciar su “New Experience” (el espectáculo de la gira) o, al menos, ver a los dos tigres.
A falta de equipo propio, en la Sabana casi todos le vamos al vecino (Fotografía de Tewarhi Scott).
Nada de informalidad, ni disimulo. El comunicado que informó a los señores padres de los niños y niñas matriculados en la Escuela Municipal Alcides da Conceição Lima que el viernes pasado (“sexta feira”, 25 de junio de 2010) no habría clases lo dejó bien claro: “en virtud del juego de la selección brasileira en el mundial de “futebol”.
El ímpetu viene en aumento.
Vio, estudiante de primer grado, nos mantuvo al tanto de las medidas que se tomaron en la escuela una vez iniciado el mundial: Al principio, todos se concentraron “al lado de la oficina de la directora” para ver el “jogo”; después, la maestra instaló un televisor en el salón de clases. Y lo propio hicieron sus colegas. “Tenemos que ir vestidos con los colores de la bandera”, dijo Vio en casa, y, al mismo tiempo, revolvía sus gavetas en busca de una franela amarilla o verde o bien “verdeamarela”.
Pero, durante las eliminatorias, el compromiso exigió más y la mismísima “Prefeitura” del Municipio Pacaraima, del estado de Roraima al noreste del Brasil, refrendó la suspensión de las “aulas” es decir de las clases.
La tarea, para el fin de semana del 26 y 27 de junio de 2010, no podía ser otra: “Ordene alfabéticamente los nombres de los jugadores de la selección brasileira de fútbol”. “Yo solamente me sé el nombre de Kaká”, nos dijo Vio, “pero… ¿Podemos buscarlos en Internet verdad?”
Esta “sexta feira”, este viernes 2 de julio de 2010, la selección brasileira vuelve a la carga y esta vez contra Holanda, una naranja mecánica que quiere volver “suco” a sus rivales suramericanos. “Yo creo que no vamos a tener clases, porque ese día tenemos que ver el juego”, nos dijo Vio.
Mientras tanto, en Santa Elena de Uairén, a 15 minutos de los hitos, cada partido del vecino se vive con pasión. Acá, los viernes son de mercado, el día en que los productores de las comunidades indígenas vienen a vender sus cosechas al igual que los camiones venidos del resto del país. Sin falta, el pueblo sale a las calles a vender o a comprar; pero, cuando juega Brasil, la rutina es otra: viernes de juego, viernes de “jogo”; el mercado, las clases, mejor dicho, todo puede esperar.
Esta imagen corresponde a la puerta de una vivienda pemón en la comunidad de Monte Bello (Fotografía de Morelia Morillo).
Acá, en la frontera entre Venezuela y Brasil, un hombre maduro, vestido de bata roja y sandalias de cuero, cabellos y barba largos y enmarañados, pedaleando una carrucha, embalado hacia la línea limítrofe, a nadie le llama la atención o si, pero no demasiado.
La Gran Sabana y especialmente El Paují son destinos o paradas obligadas para los mochileros -“son hippies”, sintetizan algunos- que recorren la ruta entre Colombia y Tierra del Fuego, en Argentina, o en sentido contrario.
Por algo, la operadora turística más próspera no es la que garantiza más comodidad y vistas gloriosas a la tierra de los tepuyes sino “Backpacker”, la que ofrece lo mínimo y precios a la medida de los que viajan con una mochila al hombro.
Tampoco sorprendió a nadie que el hombre de la batola se instalara en Santa Elena de Uairén y menos que recogiera y transportara latas de aluminio en su bici-carrucha.
Esas cosas pasan aquí: la gente viene por una semana y se queda por el resto de la vida. “La Sabana te atrapa”; “Es la energía de la Sabana”; “La Sabana es una madre maravillosa”, argumentan quienes se han quedado.
Lo bautizaron “Jesucristo Superstar.
El hombre de la batola se sumó a las familias que invadieron el bosque ubicado antes de la urbanización Brisas del Uairén y formaron una barriada llamada “El Salto”; de inmediato, se hizo pastor de esas almas y, a punta de pedalear una carrucha cargada de latas de un lado a otro de los hitos, empezó a construir un templo.
“Él se viste así porque está cumpliendo una promesa, pero es un buen tipo. No hay que juzgar a la gente por las apariencias”, comentaba uno de sus feligreses.
Hace una par de semanas, una noticia sacó a los del pueblo de sus camas: “Jesucristo Superstar cayó con drogas en la frontera”, se escuchó bien temprano en la radio.
Entonces, vía telefónica, la audiencia terminó de hilar la historia: “Ese no era ningún pastor”; “Ese ya había caído con una lata de cerveza rellena de perico, pero se bajó con algo y lo dejaron libre”, “Todo el mundo sabía en qué andaba ese hombre”, “Lo del disfraz y las latas eran pa' mete el paro”.
“Lo que pasa es que esta vez lo agarraron con cuatro kilos de alta pureza, eso lo sabía todo el mundo ¿Cuál es la sorpresa?”.
Cada año, en Santa Elena se realiza un corcurso de lectura en español, pemón y portugués (Fotografía de Morelia Morillo).
R tiene 3 años, sin embargo, su papá y su mamá acaban de descubrir su voz.
Hasta hace pocos días, M y J -ambos profesionales, no indígenas, habitantes de Santa Elena de Uairén- pensaban que su hijo era sordo y que por eso no hablaba.
Casi sin acordarlo entre ellos, se habían dado un tiempo, al niño y a ellos, para buscar una solución o al menos un diagnóstico. Tal vez, esquivaban una mala noticia.
Sus abuelos maternos también pensaban que el niño no hablaba, pero sólo lo comentaban entre ellos para no preocupar a los muchachos.
Al terminar su reposo, después del parto de R, M volvió a su trabajo. Ella trabaja en una de las instituciones dependientes del estado con oficinas en Santa Elena de Uairén.
Del cuidado de R se encargó una señora pemón. Las indígenas tienen fama de ser cariñosas, pacientes y calladas, ideales para cuidar a los bebés.
Dos años más tarde, la niñera decidió dejar el trabajo y, de inmediato, fue sustituida por otra mujer pemón tan callada y serena como la primera.
De entrada, M le advirtió a la nueva cuidadora: “él no habla, tiene que estar pendiente para saber si quiere ir al baño o comer”. Seguramente, la mujer la escuchó, le asomó una sonrisa y apenas se despidió de ella con un “adiós” deslizado entre dientes.
Al final de la tarde, M volvió de su trabajo y, entonces, la mujer pemón salió de su silencio para darle la noticia que tanto había esquivado M: “¿Cómo que R no habla? Él habla conmigo”. “Háblele a ver”, la retó M. “Achi' kö”, es decir “ven acá”, debió decir la mujer pemón. “Ina”, o “sí”, debió responderle el niño.
“Yo le hablo en pemón y él me responde”, aclaró la niñera para despejar por completo la incredulidad de la madre.
El pemón es el idioma del pueblo indígena pemón, los habitantes ancestrales del sureste venezolano, de la Gran Sabana.
El pemón es de origen caribe, de pronunciación glotonasal es decir que sus hablantes apenas abren la boca para hacerse escuchar, rico en palabras agudas y, a juzgar por la insignificante cantidad de hablantes no indígenas, es también sumamente difícil.
Según el Censo de Población y Vivienda realizado en 2001, los pemón venezolanos son 27.270 personas; la mayoría hablantes de su idioma y del español.
Muchos de ellos se comunican también en portugués y en inglés, pues tienen familiares y paisanos en Guyana y Brasil.
“Ailö”, es decir adiós o hasta luego, debió susurrar la mujer pemón dejando a M sin palabras. “Ailö” debió responderle R.