La partida.
Es
junio y aunque en el centro y occidente de Venezuela el sol es despiadado, en
el sureste extremo del país, en Gran Sabana, difícilmente transcurre un día sin
lluvia. Ahora mismo, llueve sin cesar desde hace diez horas. El agua es tanta
que apenas se puede ver a escasa distancia.
Probablemente
en junio de 1961 llovía aún más. Probablemente, había más neblina. Con certeza,
no existía la Troncal 10. El Dorado (el Kilómetro 0) y el Kilómetro 88 estaban
unidos por una carretera de tierra por donde eventualmente circulaba un carro. A
un lado y otro, la selva.
En
el 88 existían tres ranchos, incluyendo una bodega, la de Vargas y, a partir de
ahí, las picas y caminos que los indígenas pemón iban dejando en su trajinar.
El
día que Santiago llegó a Gran Sabana venía de andar alrededor de 88 kilómetros
desde El Dorado a la zona de Las Claritas. Si bien tuvo la suerte de subir un
rato a una camioneta. De cruzar la Sierra de Lema descalzo, sobre una escalera
de palos y bejucos. Y de dormir en la selva, silenciosa, tendido sobre un plástico
y cubierto con otro en un claro de arena.
Al
amanecer, a cinco metros del lugar en donde durmió, consiguió las huellas de un
jaguar.
Los viajes
Se
movía sin más equipo que un guayare minero al que amarró una hamaca, una
cobija, un par de mudas de ropa, casabe, carne de báquiro, una linterna, un
machete, una lima y dos plásticos. Conoció el guayare en El Dorado, una liana
entorchada y dotada de asas para sujetar la carga.
Entonces,
Santiago tenía 20 años. Nació en Madrid. Pasó su adolescencia en Montevideo, junto
a su familia paterna y llegó a Venezuela poco antes de cumplir los 18 para
reencontrarse con su madre. Tras 22 días de travesía, La Guaira le recordó al brasilero
Puerto de Santos.
Ahora,
Santiago tiene 73. Su cabello es canoso. Bajo sus cejas, súper pobladas, prominentes
y, casi casi negras, titilan un par de ojos mínimos. Tiene la piel curtida y el
cuerpo fuerte aunque delgado. Anda con ligereza. Le llaman “el caminante”
porque lleva más de cinco décadas andando estas sabanas que conoce y anda a
diario como quien mira la palma de su mano y la recorre -con su dedo índice-
tratando de ver qué hay en su destino.
Su
niñez fue tan citadina como pudo haber sido en la España urbana de los 40 y comienzos
de los 50. Recuerda aquel edificio en donde vivía junto a sus padres en Madrid.
La luz colándose por la ventana. Su mamá limpiando con un plumero. Su papá
agonizando. Él tenía tres años.
Tras
la partida del padre, la mudanza a La Coruña. La Plaza María Pita. A los siete,
el desfile de Franco flanqueado por su Guardia Mora. Le dio la mano. Los juegos de futbol.
El Colegio de los Hermanos Maristas. De boca de uno de esos maestros, escuchó
hablar por primera vez de Buda y se le erizaron los vellos de los brazos. La
biblioteca. Su padrastro de origen noble. Le enseño buenos hábitos, la
caballerosidad, la honestidad. Lo paseó a bordo de “un topolino”.
Con
doce, subió solo al barco de la compañía argentina Yapeyu. 18 días de viaje. Madeira, Lisboa y Gran
Canaria desde la cubierta. En la isla grande, una mujer colgando las sábanas.
Su primer amor: Irene. La despedida en Río de Janeiro. “Todavía hoy la
recuerdo” y se toca el pecho.
La
llegada a Montevideo. La “tía Juanita”. Desembarcó de pantalón corto, camisa de
cuello impecable, yérsey y boina de estudiante negra y, de inmediato, por
recomendación de la tía, debió usar el calzón largo. Repartidor de la Farmacia
Tapié. Las playas solitarias. Asistente de los oficiales de planta en Suney
S.A, una fábrica de calentadores. Los Boy Scouts. Los encuentros internacionales de los
muchachos exploradores. El tío gaucho y sus anécdotas campesinas. Sus primeros
libros de parasicología, de filosofía, de esoterismo.
El
día que recibió la carta de su madre, desde Venezuela, no dudó en alistarse
para viajar a visitarla, pero planificó el viaje con escala en Chile. Fue al
Cuartel General de los Boys.
22
días en barco desde Valparaíso. En El Callao peruano, vio por primera vez a los
indígenas.
Durante el viaje, las selvas
una y otra vez bordeando la costa y, finalmente, La Guaira, tan parecida a
aquel puerto de Santos que vio durante su breve paso por Brasil.
El
reencuentro con la madre fue maravilloso, pero, aún así, al mes de estar en
Caracas, decidió volver a Montevideo tal y como lo había planeado. Entonces, se
dispuso a dar una vuelta por el centro de la ciudad para conocer algo más que
el entorno materno antes de partir.
Corría
1959 cuando se topó con el Centro de Orientación Filosófica y aquel letrero que
indicaba “El umbral del mundo espiritual” y así fue: “esa fue la puerta de
entrada al mundo este que tengo alrededor”, dice Santiago, a la Gran Sabana.
El viejo
Comenzó
por acercarse al señor Aurelio Arreaza, a quien con el tiempo tomaría como su
guía, por leer todo cuanto él le sugiriera, por hacerse un asiduo visitante del
Centro de Orientación y finalmente, uno de sus empleados y un discípulo de
aquel hombre a quien llama “mi viejo”.
Al
año, tomó vacaciones y el viejo, le sugirió visitar las selvas de Guayana.
Llevaba
consigo 25 bolívares. Santiago salió de Caracas en autobús rumbo a Ciudad
Bolívar; bajó de su primer transporte y trepó a una unidad de la Línea Orinoco.
Lo
sorprendieron la cantidad de gallinas, cochinos, pavos, loros y guacamayos que
subieron junto a él como pasajeros de aquella peculiar Arca de Noé. Así llegó a
El Dorado, hasta la desembocadura del Yuruari en el Kuyuni, hasta la casa de la
familia Rueda.
Con
los Rueda, pasó unos días antes de seguir a la Sabana por la escalera, por las picas,
por los caminos. Así, de pronto sólo y eventualmente con algún baquiano, casi
siempre descalzo, llegó a Kavanayén, la comunidad pemón en cuyo centro se
encuentra una Misión Capuchina. Se quedó seis meses. Exploró la sendero hacia
Kamarata. Con una familia local, tomó la ruta del Cerro del Sol hasta llegar a
Wonkén. Admiró de cerca las murallas del Chimantá. Volvió a Caracas, al Centro
de Orientación Filosófica, pero su regreso a la Sabana estaba marcado.
Experiencia mística
En
el Capítulo III de Kurén, el relato
testimonial de la vida de Santiago Ramos en la Gran Sabana, publicada por el
sociólogo Issam Madi, se lee acerca de
la historia que lo llevó de vuelta a la tierra de los tepui, en busca de los Sabios de la Parima, tal y como se titula el
Capítulo IV.
El
viejo le reveló a Santiago la existencia del Gran Padre, un indígena centenario,
un sanador profundamente espiritual a quien podría ubicar en la región del
Chimantá, en Gran Sabana.
Regresó
en invierno. Durante dos meses debió postergar su salida desde Kavanayén hacia
la inexplorada región del Chimantá. “Partí una mañana de sol radiante”, recuerda
en el libro de Madi.
Salió con 70 kilos de peso. Aprendió a sobrevivir pescando
y comiendo frutas silvestres. Se quedó sin ropa y sin zapatos hasta que,
finalmente, se encontró con el Gran Padre y con sus dos discípulos: Kurén de
quien tomó su nombre y Antabarí. Los tres eran conocedores del mundo de las
plantas que sanan tanto el cuerpo como el espíritu.
Dos
años más tarde, volvió semidesnudo y cadavérico a la zona de Wonkén.
Experiencia profana
Los
indígenas le hablaron de las minas de Peray Tepui e Ikabarú. Pasó 42 años en
las minas. Santiago fue minero de barra, de pala, de suruca, de batea. Sacaba y
oro y diamantes para sobrevivir, pero sin causar daños irreversibles. Ha visto
el jaguar de cerca. Se han mirado a los ojos. Y aprendió a diferenciar el
silbido de las chicharras del siseo de las serpientes. Dice que, cuando andando
la selva, el caminante se siente adormecido debe ponerse alerta pues las
cuaimas suelen soltar su vaho adormecedor para atacar sin resistencia a sus
posibles víctimas. Jamás
lo ha mordido una víbora.
Esta
Sabana del siglo XXI es diferente a la que conoció: “Me siento con cierta
nostalgia, me doy cuenta y hasta me asombro de que esto haya sido invadido por
habitantes de todo el planeta (…) Pero aún existen sitios aislados, selváticos,
impenetrables en donde existen personas en condiciones primitivas”, asegura.
No
habla el pemón, el idioma de los habitantes ancestrales de estas tierras, pero
tiene un inmenso vocabulario y “conozco su esencia, eso me permite comunicarme
sin palabras”.
Desde
hace diez años, Santiago dejó la mina. Es guía turístico. Pintor. Plasma las
muchas imágenes de la Sabana, las que lleva grabadas en su memoria. Siempre que
puede, al menos una vez al año, va a España, en donde está su madre ahora con
más de 100 anos, una de sus hijas y dos de sus nietos. El resto de su
descendencia está en Guayana a donde él siempre regresa.
En
estos confines, no atesora tierras, ni bienes inmuebles. “Mi riqueza es que
vivo en la Gran Sabana, los tepui, la selva y el rumor del viento”.
1 comentario:
Tuve el privilegio de conocer por muchos años a Kuren durante mi adolescencia. Gracias a él descubrí infinidad de lugares increíbles que aún permanecen ocultos en la inmensidad de La Gran Sabana. Hoy, después de muchos años me encuentro a miles de kilómetros de mi país y siempre recuerdo a Santiago con afecto y admiración. Te estaría inmensamente agradecido si pudieras decirle que Luis Torrealba quiere contactarlo. Gracias por tu bello artículo, es un digno homenaje a este gran ser humano.
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